domingo, 2 de marzo de 2014

LOS VAQUEROS

          Salimos una madrugadita fresca del mes de febrero, para el rumbo de Ixhuatlán de Madero, por el camino que pasaba a la orilla del panteón, entre los ladridos de los perros y el humo que brotaba de alguno de los jacales en los que ya estaban las inditas madrugadoras preparando “El Itacate” para sus jornaleros.
Éramos tres; Atilano, el mayor de edad, montaba un caballo colorado frontino y tresalbo, muy bueno para los trabajos de corral, pues en los píales y en las lazadas no había otro como el. Atilano era güero y chichiliano, de complexión alta y correosa. Esa vez llevaba puesta una chaqueta de gamuza, bordada con arabescos de cuero color mas oscuro, pantalón de montar, como todos nosotros, botas altas en las que tintineaban unas espuelas de rodelas grandes, camisa de seda color rojo, que le iba muy bien con el tono de su piel, paliacate de seda negra amarrado al cuello, que le sobresalía por la parte de atrás de su hombro derecho moviéndosele suavemente por la brisa mañanera, portaba un sombrero de color gris claro y de alas anchas (siete equis) el y su montura abrían la marcha por la vereda rodeada de matojos de sacáte guineo y por acagualeras diversas.
Atrás Juvenal, güero también, bajito y gordito, que tenía por característica, mocha la oreja izquierda, simplemente no la tenía, la perdió en una intervención quirúrgica mal curada.
Juvenal cabalgaba sobre un potro alazán al que le nombraba “El Jilguero”, pues el animal tenía la costumbre de resoplar cuando mostraba nerviosismo al notar algo desconocido en el camino, este caballo era buenísimo para las lazadas en carrera, pues su velocidad hacía que casi metiera uno con la mano la gasa en la cabeza de la res encarrerada, además de que era robusto y aguantaba los restirones de las vacas y los toros mas pesados. Juvenal como Atilano, llevaba puesto el infaltable sombrero de pelo del siete equis, pero el suyo era color ocre, oro-cobrizo, y vestía esa vez guayabera blanca, paliacate rojo de algodón al cuello, botines de punta y tacón alto color café, espuelas con rodelas mas finas que las de Atilano pero de mas lujo, por los grabados de plata que mostraban.
Su montura era de esas con cantinas y sus estribos no llevaban tapaderas, estribos que hacían juego con las espuelas, ya que mostraban los mismos grabados en las partes metálicas.
Y yo, Valdemar el de menos edad, que esa vez montaba a mi caballo “Flor de Caña”, un morito muy joven que todavía no agarraba su color original, aunque de menos alzada que los demás, era el mas nervioso y rápido, su agilidad le hacía ser perfecto para corretear a los terneros rezagados y que se escondían entre los matorrales, además como le sobraba clase y energía, era muy bailador y presumido, pero ya en plena marcha, tomaba el paso cómodo que conocíamos nosotros como de doble andadura.
Esa vez llevaba yo puesta una camisa de lana ligera a cuadros negros y blancos, de manga larga  y que se abrochaba con tarugos de hueso en vez de botones, paliacate blanco de seda, que me gustaba usar metido dentro de la camisa como gazné o corbatín, pantalón de montar de gabardina color caqui con rodilleras de gamuza y botas altas amarradas con agujetas de cuero. Mis espuelas eran como las de Atilano, solo que las correas estaban adornadas con bordados de hilaza roja y negra, colores que lucía en las riendas y en los adornos de la sobrecarona y montura, así como en la cabezada.
Salimos del pueblo y nos encaminamos rumbo a Cerco de Piedra, cruzamos primero el arroyo y luego el río, bajo la fronda oscura de higueros, matillas de otates y tarros, y toda esa clase de árboles que se dan en esa zona hermosa, la que delimita la sierra de las grandes sabanas de la Huastéca. Pues hacia la Huastéca Veracruzana íbamos esa vez los tres. Nuestro destino era Chicontepec, donde pensábamos comprar una punta de toretes y trasladarlos en dos jornadas a nuestro rancho, jornadas algo largas que intentaríamos realizar sin problemas.
Pasamos Cerco de Piedra, congregación llamada así porque existen en sus terrenos vestigios antiguos de una cerca largísima formada por amontonamiento de piedras, probablemente construida como defensa o divisiones territoriales por los pobladores anteriores.
Bueno, luego nos desviamos para no pasar por Metlaltoyuca, ahorrándonos así varias horas, y casi en línea recta, aprovechando las veredas, llegamos a Ixhuatlán ya para la tardecita, ahí en casa de unos familiares pernoctamos, cansados pero felices por el tranquilo recorrido que habíamos hecho.
Teníamos ahí en Ixhuatlán unos amigos de apellido Lara, quienes nos prodigaron una cena estupenda y una plática mejor.
Al otro día muy tempranito, nuevamente al camino para continuar nuestro viaje rumbo a Chicontepec, esta parte del camino resultó menos agitada, ya que la mayoría del terreno era plano, sin obstáculos empinados ni barreras intimidantes.
Ahí la vegetación era mas baja, encinos achaparrados, matas de pita, ixtle, zapupe, izote, palmas de hoja redonda, y otates bajos. Huisacháles inmensos cubrían las grandes planicies, en donde a lo lejos resaltaba el gran cerro de la campana, el cerro que le daba el nombre al poblado que se asentaba en una de sus laderas. “El Chicontepec” joroba altísima y rara, que se erguía como una gran campana posada en medio de la gran planicie.
Este cerro es de roca calcárea y parece brotar en medio de un mar de vegetales que toman el color pardo rojizo de la tierra. Es punto de referencia de todos los pueblos de la región, por su notable altura.
Su localización y forma, ha propiciado infinidades de leyendas e historias lo que le ha dado gran fama.
Para nosotros tres, ese lejano cerro era nuestro objetivo de llegada y en cada paso de nuestras monturas se iba perfilando más sus características.
No todo estaba cubierto por rocas, noté extensos manchones de vegetación y que su cubierta no era liza como se veía a distancia, sino que tenía grandes cicatrices y marcas de deslaves y derrumbes, que al mirarlo mas cerca, se perdía la ilusión de ser una gran campana. Que solo era una colosal mole de roca, la que a mitad de un hermoso valle se levantaba impresionante y majestuosa para admiración de todos.
Bueno pues llegamos a Chicontepec un poco carrereados, buscando primero la casa del ganadero con el que nos habíamos entendido para mercarle sus toretes. Personaje que era de descendencia criolla indígena el cual nos brindó su casa, que era aunque humilde, amplia y con comodidades necesarias para descansar. Nos presentó a su familia en la que destacaba una hija muy bonita y sociable, a la que Atilano, el más enamorado, inmediatamente le echó el ojo y la conquistó como luego supimos.
Nos invitaron a cenar unos frijolitos bayos que nos supieron a la gloria, así como unos pedazos de carne seca asada en las brasas del fogón, en donde echaban a cocer unas tortillonas gordas de maíz fresco y martajado en el metate.
Juvenal y yo nos retiramos a descansar inmediatamente, pero Atilano, no se acostó hasta casi al amanecer, lo que nos indicó que su temperamento le había hecho conseguir los favores de la agraciada hija de nuestro anfitrión.
Nos levantamos algo tarde, puesto que así lo habíamos convenido con el dueño del ganado, ya que sus vaqueros habrían de reunir a los animales en tres grandes corrales para que luego nosotros, ahí elegir los mejores, desechando los mas flacos, chaparrones y de mala clase. A estos los llamábamos “Chalates”.
El olor a café recién hecho nos hizo arrimarnos a la cocina, donde el brillo de los ojos de la muchachita hija del casero, nos indicó que Atilano seguía conservando el galardón de ser el mejor seductor de los tres.
Almorzamos abundantemente, los sencillos pero ricos potajes que nos proporcionaron, saboreando unas grandes rebanadas de queso fresco, así como crema natural y huevos de guajolota fritos con mantequilla, atole de calabaza endulzado con panela, sin faltar las tortillas gorditas y tasajo salado, principal alimento de esas agradables gentes.
Cuando llegamos a los corrales, serían como las 10 de la mañana, ahí nos dimos cuenta de la habilidad de los vaqueros criollos en las faenas de recolección. Montaban caballos de pequeña estatura, más muy buenos para esos trabajos a los que protegían de las espinas de los cornizuelos y huisaches, con unas corazas de cuero crudo que les cubrían el pecho y algo de la cabeza, dejando libres los ojos y las orejas. Los jinetes usaban unas chaquetas de cuero, amplias y largas. En las monturas empleaban unas chaparreras de cuero crudo que cubrían parte de los estribos y estaban cocidas a los arciones, lo que las hacía muy útiles para ese tipo de terreno donde abundaba el huisache y el cornizuelo.
El ganado no era de clase, pero estaba bueno para nuestras necesidades e intereses. Así que los tres por separado, nos dedicamos a cortar las puntas que nos convenían. Lo que queríamos eran toretes para engorda, por lo tanto cortamos en dos días 120 animales, que dejamos la última tarde encerrados en un corral, el mas conveniente para salir la madrugada siguiente en nuestra primera jornada de Chincotepec hacia Ixhuatlán.
Planeamos la ruta, Juvenal se fue de puntero, con dos toros viejos de cabestros, los que nos facilitó prestados el ganadero al que le ofrecimos mandárselos de regreso inmediatamente después de llegar a nuestro rancho.
Los vaqueros nativos nos despidieron con gritos y balazos, corriendo con sus caballos, haciendo mil malabares y garabateando sobre ellos.
Estos hombres eran como centauros y me imaginé que nacían sobre sus animales. Eran jinetes que solo bajaban de sus monturas para dormir, morir o hacer sus necesidades, pues se integraban armoniosamente en sus monturas, a los que cuidaban con mucho afecto y consideración, pues vivían en ellos.
Al despedirnos del ranchero y su familia, descubrí el brillo de unas lágrimas discretas en los negros ojos de su linda hija y al Atilano un poco amoscado por la separación, mas con firmeza se despidió de ellos y al amanecer iniciamos el recorrido de nuestra primera jornada. Juvenal, pitando el cuerno y seguido por los toros punteros jalaba a la manada, que Atilano y yo, con gritos azuzábamos encarrilándolos en la marcha. El iniciar un arreo era de lo mas difícil, pues los toretes tardaban en entender el ritmo y la ruta que les queríamos imponer. Mas ya en plena arriada, era difícil que alguno se rezagara. Nuestros caballos estaban acostumbrados a estas maniobras y nosotros éramos avezados vaqueros, así que aunque dura y difícil, terminamos la primera jornada llegando a Ixhuatlán a buena hora, dejando descansar en un potrero que nos facilitó nuestro amigo Lara, a la manada que tranquilamente se puso a reposar.
Nosotros en su casa gozamos nuevamente de sus atenciones y compañía.
Al otro día la misma maniobra, aunque un poco más difícil, puesto que tuvimos que cruzar varias veces el río y un arroyo, además de que la última etapa era pura subida, ya que nuestro rancho estaba ubicado en una de las mesetas que le daban la característica principal a nuestra región.
Juvenal se daba gusto tocando el cuerno, lo cual hacia con un estilo muy bonito, que a mis oídos resultaba nostálgico y tristón, mas a los becerros los hechizaba y se perfilaban unos tras otros siguiendo embelesados el sortilegio de los pitidos que Juvenal alargaba con placer. Mientras Atilano y yo nos dábamos gusto gritando los repetitivos sonidos que el vaquero produce al ir arreando las manadas, con expresiones altisonantes y rudas espantábamos a los toretes que cansados, se trataban de ocultar en alguna matilla de Chalahuites o guásimas o a los que se querían separar del rebaño encarrilado. Así llegamos ya muy tarde al casco de la hacienda Zanatepec, dejando a los animales encerrados en uno de los potreros cercanos a la casa, en donde descansarían para luego marcarlos, caparlos, descornarlos y curarlos, distribuyéndolos después en sus correspondientes áreas de engorda, cosa que haríamos con mas tranquilidad en los siguientes días. Pero mientras, nos dirigimos entre los ladridos de los perros a desensillar nuestras monturas en el corral principal y bajo el techo de la galera que servía de ordeña. Mientras comentábamos las peripecias del viaje  que los tres, Atilano, Juvenal y Valdemar, primos todos, los tres buenos amigos, los tres buenos vaqueros, los tres representantes originales de la juventud de esa época habíamos realizado. Corría el año de 1918 y en la sierra norte del estado de Puebla, ya se implantaba la primera zona ganadera del rumbo, que luego fundó la primera asociación local ganadera, que lleva hasta la fecha el nombre de Zanatepec.
Xalapa, Ver. Septiembre de 1995.

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