LOS
VAQUEROS
Salimos una
madrugadita fresca del mes de febrero, para el rumbo de Ixhuatlán de Madero, por
el camino que pasaba a la orilla del panteón, entre los ladridos de los perros
y el humo que brotaba de alguno de los jacales en los que ya estaban las
inditas madrugadoras preparando “El Itacate” para sus jornaleros.
Éramos
tres; Atilano, el mayor de edad, montaba un caballo colorado frontino y
tresalbo, muy bueno para los trabajos de corral, pues en los píales y en las
lazadas no había otro como el. Atilano era güero y chichiliano, de complexión
alta y correosa. Esa vez llevaba puesta una chaqueta de gamuza, bordada con
arabescos de cuero color mas oscuro, pantalón de montar, como todos nosotros,
botas altas en las que tintineaban unas espuelas de rodelas grandes, camisa de
seda color rojo, que le iba muy bien con el tono de su piel, paliacate de seda
negra amarrado al cuello, que le sobresalía por la parte de atrás de su hombro
derecho moviéndosele suavemente por la brisa mañanera, portaba un sombrero de
color gris claro y de alas anchas (siete equis) el y su montura abrían la
marcha por la vereda rodeada de matojos de sacáte guineo y por acagualeras
diversas.
Atrás
Juvenal, güero también, bajito y gordito, que tenía por característica, mocha
la oreja izquierda, simplemente no la tenía, la perdió en una intervención
quirúrgica mal curada.
Juvenal
cabalgaba sobre un potro alazán al que le nombraba “El Jilguero”, pues el animal
tenía la costumbre de resoplar cuando mostraba nerviosismo al notar algo
desconocido en el camino, este caballo era buenísimo para las lazadas en
carrera, pues su velocidad hacía que casi metiera uno con la mano la gasa en la
cabeza de la res encarrerada, además de que era robusto y aguantaba los
restirones de las vacas y los toros mas pesados. Juvenal como Atilano, llevaba
puesto el infaltable sombrero de pelo del siete equis, pero el suyo era color
ocre, oro-cobrizo, y vestía esa vez guayabera blanca, paliacate rojo de algodón
al cuello, botines de punta y tacón alto color café, espuelas con rodelas mas
finas que las de Atilano pero de mas lujo, por los grabados de plata que
mostraban.
Su
montura era de esas con cantinas y sus estribos no llevaban tapaderas, estribos
que hacían juego con las espuelas, ya que mostraban los mismos grabados en las
partes metálicas.
Y
yo, Valdemar el de menos edad, que esa vez montaba a mi caballo “Flor de Caña”,
un morito muy joven que todavía no agarraba su color original, aunque de menos
alzada que los demás, era el mas nervioso y rápido, su agilidad le hacía ser
perfecto para corretear a los terneros rezagados y que se escondían entre los
matorrales, además como le sobraba clase y energía, era muy bailador y
presumido, pero ya en plena marcha, tomaba el paso cómodo que conocíamos
nosotros como de doble andadura.
Esa
vez llevaba yo puesta una camisa de lana ligera a cuadros negros y blancos, de
manga larga y que se abrochaba con
tarugos de hueso en vez de botones, paliacate blanco de seda, que me gustaba
usar metido dentro de la camisa como gazné o corbatín, pantalón de montar de
gabardina color caqui con rodilleras de gamuza y botas altas amarradas con
agujetas de cuero. Mis espuelas eran como las de Atilano, solo que las correas
estaban adornadas con bordados de hilaza roja y negra, colores que lucía en las
riendas y en los adornos de la sobrecarona y montura, así como en la cabezada.
Salimos
del pueblo y nos encaminamos rumbo a Cerco de Piedra, cruzamos primero el arroyo
y luego el río, bajo la fronda oscura de higueros, matillas de otates y tarros,
y toda esa clase de árboles que se dan en esa zona hermosa, la que delimita la
sierra de las grandes sabanas de la Huastéca. Pues hacia la Huastéca
Veracruzana íbamos esa vez los tres. Nuestro destino era Chicontepec, donde
pensábamos comprar una punta de toretes y trasladarlos en dos jornadas a
nuestro rancho, jornadas algo largas que intentaríamos realizar sin problemas.
Pasamos
Cerco de Piedra, congregación llamada así porque existen en sus terrenos
vestigios antiguos de una cerca largísima formada por amontonamiento de
piedras, probablemente construida como defensa o divisiones territoriales por
los pobladores anteriores.
Bueno,
luego nos desviamos para no pasar por Metlaltoyuca, ahorrándonos así varias
horas, y casi en línea recta, aprovechando las veredas, llegamos a Ixhuatlán ya
para la tardecita, ahí en casa de unos familiares pernoctamos, cansados pero
felices por el tranquilo recorrido que habíamos hecho.
Teníamos
ahí en Ixhuatlán unos amigos de apellido Lara, quienes nos prodigaron una cena
estupenda y una plática mejor.
Al
otro día muy tempranito, nuevamente al camino para continuar nuestro viaje
rumbo a Chicontepec, esta parte del camino resultó menos agitada, ya que la
mayoría del terreno era plano, sin obstáculos empinados ni barreras
intimidantes.
Ahí
la vegetación era mas baja, encinos achaparrados, matas de pita, ixtle, zapupe,
izote, palmas de hoja redonda, y otates bajos. Huisacháles inmensos cubrían las
grandes planicies, en donde a lo lejos resaltaba el gran cerro de la campana,
el cerro que le daba el nombre al poblado que se asentaba en una de sus
laderas. “El Chicontepec” joroba altísima y rara, que se erguía como una gran
campana posada en medio de la gran planicie.
Este
cerro es de roca calcárea y parece brotar en medio de un mar de vegetales que
toman el color pardo rojizo de la tierra. Es punto de referencia de todos los
pueblos de la región, por su notable altura.
Su
localización y forma, ha propiciado infinidades de leyendas e historias lo que
le ha dado gran fama.
Para
nosotros tres, ese lejano cerro era nuestro objetivo de llegada y en cada paso
de nuestras monturas se iba perfilando más sus características.
No
todo estaba cubierto por rocas, noté extensos manchones de vegetación y que su
cubierta no era liza como se veía a distancia, sino que tenía grandes
cicatrices y marcas de deslaves y derrumbes, que al mirarlo mas cerca, se
perdía la ilusión de ser una gran campana. Que solo era una colosal mole de
roca, la que a mitad de un hermoso valle se levantaba impresionante y
majestuosa para admiración de todos.
Bueno
pues llegamos a Chicontepec un poco carrereados, buscando primero la casa del
ganadero con el que nos habíamos entendido para mercarle sus toretes. Personaje
que era de descendencia criolla indígena el cual nos brindó su casa, que era
aunque humilde, amplia y con comodidades necesarias para descansar. Nos
presentó a su familia en la que destacaba una hija muy bonita y sociable, a la
que Atilano, el más enamorado, inmediatamente le echó el ojo y la conquistó
como luego supimos.
Nos
invitaron a cenar unos frijolitos bayos que nos supieron a la gloria, así como
unos pedazos de carne seca asada en las brasas del fogón, en donde echaban a
cocer unas tortillonas gordas de maíz fresco y martajado en el metate.
Juvenal
y yo nos retiramos a descansar inmediatamente, pero Atilano, no se acostó hasta
casi al amanecer, lo que nos indicó que su temperamento le había hecho
conseguir los favores de la agraciada hija de nuestro anfitrión.
Nos
levantamos algo tarde, puesto que así lo habíamos convenido con el dueño del
ganado, ya que sus vaqueros habrían de reunir a los animales en tres grandes
corrales para que luego nosotros, ahí elegir los mejores, desechando los mas
flacos, chaparrones y de mala clase. A estos los llamábamos “Chalates”.
El
olor a café recién hecho nos hizo arrimarnos a la cocina, donde el brillo de
los ojos de la muchachita hija del casero, nos indicó que Atilano seguía
conservando el galardón de ser el mejor seductor de los tres.
Almorzamos
abundantemente, los sencillos pero ricos potajes que nos proporcionaron,
saboreando unas grandes rebanadas de queso fresco, así como crema natural y
huevos de guajolota fritos con mantequilla, atole de calabaza endulzado con
panela, sin faltar las tortillas gorditas y tasajo salado, principal alimento
de esas agradables gentes.
Cuando
llegamos a los corrales, serían como las 10 de la mañana, ahí nos dimos cuenta
de la habilidad de los vaqueros criollos en las faenas de recolección. Montaban
caballos de pequeña estatura, más muy buenos para esos trabajos a los que
protegían de las espinas de los cornizuelos y huisaches, con unas corazas de
cuero crudo que les cubrían el pecho y algo de la cabeza, dejando libres los
ojos y las orejas. Los jinetes usaban unas chaquetas de cuero, amplias y
largas. En las monturas empleaban unas chaparreras de cuero crudo que cubrían
parte de los estribos y estaban cocidas a los arciones, lo que las hacía muy
útiles para ese tipo de terreno donde abundaba el huisache y el cornizuelo.
El
ganado no era de clase, pero estaba bueno para nuestras necesidades e
intereses. Así que los tres por separado, nos dedicamos a cortar las puntas que
nos convenían. Lo que queríamos eran toretes para engorda, por lo tanto
cortamos en dos días 120 animales, que dejamos la última tarde encerrados en un
corral, el mas conveniente para salir la madrugada siguiente en nuestra primera
jornada de Chincotepec hacia Ixhuatlán.
Planeamos
la ruta, Juvenal se fue de puntero, con dos toros viejos de cabestros, los que
nos facilitó prestados el ganadero al que le ofrecimos mandárselos de regreso
inmediatamente después de llegar a nuestro rancho.
Los
vaqueros nativos nos despidieron con gritos y balazos, corriendo con sus
caballos, haciendo mil malabares y garabateando sobre ellos.
Estos
hombres eran como centauros y me imaginé que nacían sobre sus animales. Eran
jinetes que solo bajaban de sus monturas para dormir, morir o hacer sus
necesidades, pues se integraban armoniosamente en sus monturas, a los que
cuidaban con mucho afecto y consideración, pues vivían en ellos.
Al
despedirnos del ranchero y su familia, descubrí el brillo de unas lágrimas
discretas en los negros ojos de su linda hija y al Atilano un poco amoscado por
la separación, mas con firmeza se despidió de ellos y al amanecer iniciamos el
recorrido de nuestra primera jornada. Juvenal, pitando el cuerno y seguido por
los toros punteros jalaba a la manada, que Atilano y yo, con gritos azuzábamos
encarrilándolos en la marcha. El iniciar un arreo era de lo mas difícil, pues
los toretes tardaban en entender el ritmo y la ruta que les queríamos imponer.
Mas ya en plena arriada, era difícil que alguno se rezagara. Nuestros caballos
estaban acostumbrados a estas maniobras y nosotros éramos avezados vaqueros,
así que aunque dura y difícil, terminamos la primera jornada llegando a Ixhuatlán
a buena hora, dejando descansar en un potrero que nos facilitó nuestro amigo
Lara, a la manada que tranquilamente se puso a reposar.
Nosotros
en su casa gozamos nuevamente de sus atenciones y compañía.
Al
otro día la misma maniobra, aunque un poco más difícil, puesto que tuvimos que
cruzar varias veces el río y un arroyo, además de que la última etapa era pura
subida, ya que nuestro rancho estaba ubicado en una de las mesetas que le daban
la característica principal a nuestra región.
Juvenal
se daba gusto tocando el cuerno, lo cual hacia con un estilo muy bonito, que a
mis oídos resultaba nostálgico y tristón, mas a los becerros los hechizaba y se
perfilaban unos tras otros siguiendo embelesados el sortilegio de los pitidos
que Juvenal alargaba con placer. Mientras Atilano y yo nos dábamos gusto
gritando los repetitivos sonidos que el vaquero produce al ir arreando las manadas,
con expresiones altisonantes y rudas espantábamos a los toretes que cansados,
se trataban de ocultar en alguna matilla de Chalahuites o guásimas o a los que
se querían separar del rebaño encarrilado. Así llegamos ya muy tarde al casco
de la hacienda Zanatepec, dejando a los animales encerrados en uno de los
potreros cercanos a la casa, en donde descansarían para luego marcarlos,
caparlos, descornarlos y curarlos, distribuyéndolos después en sus
correspondientes áreas de engorda, cosa que haríamos con mas tranquilidad en
los siguientes días. Pero mientras, nos dirigimos entre los ladridos de los
perros a desensillar nuestras monturas en el corral principal y bajo el techo
de la galera que servía de ordeña. Mientras comentábamos las peripecias del
viaje que los tres, Atilano, Juvenal y
Valdemar, primos todos, los tres buenos amigos, los tres buenos vaqueros, los
tres representantes originales de la juventud de esa época habíamos realizado.
Corría el año de 1918 y en la sierra norte del estado de Puebla, ya se implantaba
la primera zona ganadera del rumbo, que luego fundó la primera asociación local
ganadera, que lleva hasta la fecha el nombre de Zanatepec.
Xalapa,
Ver. Septiembre de 1995.
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