EL
TIGRE
Jaguar.
(Pantera Onca)
C
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omo recuerdo
el olor de aquel gatote. El olor y el peso cuando lo cargué con mis brazos y lo
eché sobre el macho tuerto. Era un olor almizclado y picoso, era un peso alegre
y satisfactorio, pues al fin lo había podido atrapar, después de tantos
desvelos y preocupaciones, después de tanta paciencia y habilidad generada,
pues el tigre ya era muy viejo, mañoso y desconfiado, por lo que resultó
sorpresivo por un lado, encontrármelo atrapado en la trampa y muy satisfactorio
haber realizado la gran hazaña de ser yo, el que fabricara la trampa y el que
atrapara al último de los grandes tigres que existían en la zona.
Todo
esto ocurrió hace ya muchos años; cuando todavía no buscaba mujer para convivir
y mis esfuerzos y empeños eran para contribuir en el sostenimiento del hogar
paterno. Sucedió en una fracción de la Sierra Poblana, enclavada en un área
tropical y boscosa; entre los límites de los estado de Veracruz y de Puebla.
Esta porción del estado de Puebla se deja circundar y envolver por el río “San
Marcos”, que le sirve de indicador de límites. Río que ha servido de vía de
comunicación entre Sierra y Golfo, pues cuando se comenzó a explotar la zona
boscosa, precisamente por medio del río y en época de crecientes, se mandaban
las trozas de “caobo” y “cedro” por las corrientes del “San Marcos” hacia
Cazones, pueblito del que toma verdadero nombre el río.
En
esos tiempos abundaba la fauna silvestre. Destacándose entre las aves, el
“Faisán Real” (Hoco Faisán, Crax rubra),
negro, brillante y de copete chino, los machos con una protuberancia bolúda en
el pico de color amarillo limón, la hembra de apariencia mas discreta. El
“Cojolite” (Penélope purpurances), un
pavón de carne muy estimada. La “Totocalca” (Trogón Colicobrizo. Trogon Elegans), ave vistosa de plumaje
verde, rojo y blanco. Los “Picos Reales”, de dos tipos, el mas atractivo y el
mas grande era negro con un collar amarillo o blanco y el pico amarillo, rojo y
negro (Tucán Piquiverde. Ramphastos
sulfuratus) El “Pico de Canoa”, el mas pequeño pero también de vistosas
plumas verdes (Tucancillo verde Aulacorhynchus
prasinus), el pico negro y amarillo. Las “Tuyónas”, gallinitas silvestres
que matábamos atrayéndolas a nuestro lado, imitando el silbido del macho (Y los
“Zopilotes Reales”( Carroñero rey. sarcoramphus
papa), grandes aves carroñeras, parientes de los buitres pero mas pequeñas,
que tenían un collar blanco y un moco rojo tornasolado, que se destacaba de su
cabeza sin plumas, en sus alas destacaban también una hilera de plumas blancas
y cuando volaban se distinguían fácilmente entre los zopilotes normales(Caragyps atratus) y las “auras”( Cathartes aura). De los cuadrúpedos, el
venado “Cola Blanca” y el “Temazate”, el “Cuerno de Cabra” y los “gamos”. Los
preferíamos en las cacerías.
Había
jabalíes de dos clases, el “tamborcillo”, que andaba siempre en manadas y el
“Negro” que vagaba en parejas y que era de talla mayor. Los “Tejones”, también
de dos clases, el de manada y el “Tejón Solo”.
Los
“mapaches”, los “perros de agua”, las “tusas reales”, la carne de monte mas
excelente, preferida sobre cualquier otra. Los “tepechiches”, especie de gatos
pardos y alargados. Los “Osos Hormigueros”, que espantaban en las noches a los
caminantes, pues tenían la peculiaridad de pararse en las patas traseras y
caminar moviendo la cola que era de pelos muy largos. Las “Martas” o “Martos”,
especie de perezoso; este animalito de piel muy fina y tupida, era difícil de
matar, pues se pescaba con su cola de las ramas, además de que se tapaba las
heridas con ramitas y hojitas de árbol. Los “leones”, mas bien “pumas”, que
chiflaban y acompañaban a los caminantes por las veredas de la sierra. Los
“tigrillos”, “tecuanes” o “güinduris” pequeños felinos muy hermosos y hábiles
para cazar aves y pequeños roedores. Y el más extraño, temido y misterioso de
todos ¡EL TIGRE! (Pantera onca)
Para
todos desde que éramos pequeños, este animal era sinónimo de “chingón” de
“matador” de “come gente”.
Cuando
por las noches nos querían mandar a la cama de inmediato, nada mas nos decían:
“¡Ahí viene el Tigre! y se acabó el relajo, a la cama toda la escuinclada.
Aun
recuerdo el retumbo del rugido del tigre. Era una especie de bufido ronco,
entre bramido y gruñido, muy parecido al bramido de los toros cimarrones viejos
que se amatillaban; mas distinguible, pues era amenazador. Era un sonido
impresionante y atemorizante, pero común en esos tiempos.
Yo
era un varón bien formado, decidido y arriesgado, además de osado. Recuerdo que
me sentía amo del mundo, lo que me proponía lo lograba, era muy estricto con mi
cuerpo al que gobernaba con mi mente, castigándolo en ocasiones, pues siempre
fui muy resistente al dolor físico.
En
esos tiempos mi trabajo era el de encargado de la finca de mi padre, finca
donde la mayoría del terreno era solo selva tropical y húmeda, aunque habíamos
desforestado algunas hectáreas que convertimos en potreros de sacáte “guineo”.
Praderas donde pastaba el ganado, vacas principalmente, que ordeñábamos todos
los días muy de madrugadita y a las que se les comenzaron a perder los becerros
de cuando en vez, cosa que me alarmó, llevándome a investigar que es lo que
pasaba. La primera vez que encontré algo raro, fue cuando hallé a un infortunado
becerrito muerto, atravesado en la horqueta de un gran árbol, como a dos metros
del suelo. Al animalito ya le habían comido la asadura y parte del pecho y del
costillar. Encontré huellas de rasguños en la corteza del árbol y calculando el
peso del becerro y la altura donde lo hallé, me dije:
-
¡A Jijo de la tiznada!, esto está cabrón. Y me fui para la casa.
Consulté
con uno de los peones más viejos de la finca, el cual me dijo:
-¡Patrón!
- Es un rechingado tigre. - ¡Sí patrón! ¡Ya nos cayó el chahuistle! - Este Pínche
gato va a seguir comiéndose los becerros, va usted a ver. Yo lo escuché,
notando en sus ojos la seriedad y la preocupación, pero me dije.
-A
mi ningún gato viejo me araña las patas.
Me
puse mas abusado, comencé a achicar la becerrada mas temprano y siempre traía
la súper, calibre que yo consideraba poderoso, aceitadita y con un cargador
extra repleto de balas nuevas. Además de que cuando transitaba por las veredas
campeando a las vacas, andaba yo a las vivas. Conseguí con unos amigos del
rumbo de la Hacienda de “Huitchila” (Huitzilac) y, halla por San Rafael, los
Triana., unas trampas de fierro de esas de muelle; trampas con las que ellos ya
habían atrapado a tigres, y las comencé a poner por los pasaderos que según yo,
eran recorrido normal del taimado carnicero.
Este
tigre, luego descubrí, tenía su zona de caza muy amplia. Mataba por las fincas
de a la redonda. Por Zoquiapan, Huilotla, El Carpintero, Amixtlán, El Paso de
Chicualoque, El Suchil, San Diego, El Cerro de Tepezala, Huitzilac y mi
terruño, Zanatepec. Además de que seguí descubriendo sus singularidades. Sus
huellas eran muy grandes, medían 17 Cms. de diámetro y había un espacio de 1.30
Mts. entre las huellas de las patas y las huellas de las manos. Nunca lo había
visto, pero llegué a conocer sus andanzas, pues me puse como reto el matarlo o
atraparlo. Mis vacas también se acostumbraron al tigre. Cuando iba por las
tardes a achicar las crías se encontraban reunidas formando un círculo con las crías
y los mas débiles, echados en el interior y por fuera los toros machos.
Cuando
comencé a poner las trampas de fierro, llegué a atrapar mapaches, tejones y una
vez a un tigrillo. Mas el tigre solo olfateaba la carnada y rodeaba la trampa.
Varias veces lo esperé en compañía de alguno de los cazadores mas reconocidos
de la zona, trepados en algún árbol cercano de donde había dejado a su presa
sin acabarla de comer. El tigre nos olfateaba pues le escuchábamos cerca nada
más. Esas noches para mí eran muy emocionantes y hermosas. Siempre he sido muy
observador y he gozado con las cosas que la naturaleza me pone enfrente.
Recuerdo muy bien el canto de las “Pusharacas” o tapacaminos” (tapacamino
pucuyo, Nyctidromus albicollis), de
los “tecolotes”(Búho coronado caricafé.Asio
otus) y “tecolotillos”(Tecolotito colicorto. Micrathene whitneyi) y algún ave nocturna que gruñía con un grito
alargado. Las luminiscencias fosforescentes que se levantaban de la hojarasca,
los olores penetrantes y acres de la humedad nocturna. Detalles que se quedaron
apuntados en mi mente y que jamás olvido.
Una
vez, encontré una de las trampas cerradas y sin el cebo; entre los dientes de
la trampa había algo de piel y sangre del tigre. Como la había calculado, era
muy grande y lo que había pasado me indicó que con ese tipo de trampa jamás
lograría mi objetivo, atrapar al tigre, por lo que regresé a mis amigos Triana
sus artefactos que no me sirvieron y me dije:
-A
este canijo tigre me lo hecho yo mismo. Pues ya me había cansado y soñaba con topármelo
frente a frente, para desahogar mi coraje, vaciándole mi “súper” completita en
su pinto pellejo.
Más
el tigre no se presentaba nunca donde yo le esperaba, jamás lo logré ver frente
a frente; solo sufría los daños de su presencia, pues continuaba matándome uno
que otro becerro o ternera. Era muy hábil para esto.
Como
en todo el rumbo se sabía de mi objetivo, no faltó quien me aconsejara poner
otro tipo de trampa. Una trampa vieja. Trampa de las que utilizaban las gentes de
antes para atrapar a tigres. Me dijeron,
-
Hazte un Tlalpehual, con piedras grandes en su tarima, pa’ que de una vez por
todas le des en la madre al pínche tigre.
Después
de esta observación, comencé a preguntar que como podría hacer una trampa de
esas y abriendo mucho las orejas memoricé todas las instrucciones al respecto.
Cuando
me sentí capaz de hacer la trampa, comencé a cortar la madera que necesitaría.
Tres
polines rollizos de madera fuerte, polines que medían como 8 pulgadas de
diámetro por unos seis metros de largo y otras varas gruesas para hacer la
trampa y el cerco donde estaría el cebo, mas otras varas delgadonas para
construir el carril por donde tendría que entrar el tigre.
Los
polines los clavé después de formar un círculo para sacar un triángulo exacto,
uniendo las puntas por arriba, amarrándolas con bejucos resistentes, con los
que formé una especie de grúa. Ellos iban a cargar el peso total de las piedras
que irían sobre la tarima. El cebo, que yo pensé sería un pequeño cerdo,
estaría amarrado dentro de un círculo de varas para que el tigre no lo pudiera
alcanzar desde afuera y se tendría que meter goloso por el carril que le
llevaría directamente a pisar la trampa que desataría la combinación para
volcar sobre él, la casi tonelada y media de piedras que estarían sobre la tarima.
Todo
esto hice, probando en vacío la trampa varias veces para que no me fallara. Las
piedras las acarreé en bestias desde unos “cubes” cercanos a la finca. Cuando
la trampa quedó armada, la observé, notando su grandeza y rusticidad; lo que me
llevó a pensar que, si yo fuera el tigre, jamás me metería en una trampa tan
burda, pero a la larga, eso lo razono ahora, fue lo que me hizo salir
triunfante entre la experiencia del tigre y mi novatés en esas lides. Además de
que en la trampa sólo se utilizaron materiales naturales, madera recién
cortada, bejucos y piedras nativos, hasta el cordel conque amarré al puerquito,
lo tejí con pita silvestre.
Por
varios días tuve que meterme por el carril de la trampa para llevarle alimento
al cerdito, con el riesgo de quedar atrapado en mi misma trampa. Una vez se me
escapó el maldito puerco y ahí me tienen todo un vaquerazo tratando de lazar al
mendigo cerdo; fue la tarde más desesperante de mi vida, pues tarde como tres
horas en atraparlo, pero me sirvió la experiencia y lo aseguré mejor para que
no me volviera a suceder lo mismo.
Noté
en las veces que revisé la trampa, que el tigre la había rondado varias veces,
más no se arriesgaba a introducirse. Esto y lo rústico de la trampa me hacía
dudar de los resultados positivos que yo esperaba.
Mientras
en mi trabajo a las vacas ya ni las arreaba, cuando llegaba yo al corral para
achicar a las crías, todo el ganado se encontraba adentro, tan acostumbrados
estaban al diario cuidado de reunirlos por las tardes.
Las
vacas y los toros formaban un círculo dentro del corral para protegerse de un
futuro ataque del tigre.
Yo
con mi obsesión de atraparlo, me volvía más atrevido en mis andanzas por las
zonas donde según yo, podría topármelo. En esas andanzas maté dos o tres
venados con tiros de pistola, ya que jamás cacé con escopeta, era yo un buen
tirador de pistola, de los que atinaban a los cinco oros de una carta de baraja
a 50 metros de distancia, de los que mataban a los “cojolites” y a los
“faisanes” con un tiro en la cabeza para no desperdiciar nada de carne, era yo
bueno para el tiro.
Cierta
mañana me llegué a revisar la trampa a la que no le tenía nada de confianza.
Amarré mi caballo cerca de ahí, dirigiéndome sin muchos ánimos, casi ya por
costumbre a darle su alimento al puerco que dejaba yo de cebo, cuando me voy
topando al mentado tigre, que en una posición como de ataque, se encontraba
casi a la salida del carril de entrada de la trampa. Me llevé el susto de mi
vida. Eché mano rápidamente a la pistola, pero noté que el tigre ya no se
movía, que estático estaba en la misma posición. Con el corazón latiéndome en
todo el cuerpo, pues la impresión fue muy fuerte, me acerqué con la “súper”
todavía en la mano, a revisar de cerca al animal. ¡La trampa había dado
resultado! El tigre yacía muerto, aplastado de medio cuerpo por las piedras del
“Tlalpehual”. Me senté un ratito frente de sus bigotes para tranquilizarme y
absorber en plenitud mi triunfo y satisfacción.
¡Que
grande era! ¡Este tigre deberás era un gatote!
Realmente
había sido una gran suerte el atraparlo, pues era tal su tamaño que no cabía en
el carril de entrada, el tigre tubo que meterse agazapado y casi forzado por el
mentado carril que en uno de sus lados se encontraba destruido por los zarpazos
que en su agonía y desesperación el tigre había dado.
El
cerdito de cebo, se encontraba bien amarradito donde la había dejado, y yo,
pues no cabía del gusto por mi logrado triunfo que no sentí ni el peso de las
rocas cuando las levantaba para sacar el cuerpo del tigre de su tumba pétrea. Lo
jalé con las manos rumbo a donde estaba mi caballo que al percibir el olor del
tigre, se puso tan nervioso que reventó el cabestrillo, huyendo rumbo a un
aguachal que se encontraba por ese rumbo. Me cargué al tigre sobre uno de mis
hombros y caminé como unos 80 metros para dejarlo junto a las raíces de un
encino viejo y luego traté de agarrar mi caballo, cosa que me costó trabajo ya
que el olor del tigre se me había impregnado en mis ropas y cuando me le
acercaba, nomás paraba las orejas y salía corriendo de puro pánico. Tuve que
lavarme los brazos y el torso y sin camisa logré montarme nuevamente sobre él.
Resolví
el problema de transportar el cuerpo del tigre al agarrar a un “muleto” viejo y
casi ciego, que teníamos en el potrero. Animal que conservábamos por cariño, ya
que había sido una de las primeras bestias de carga con las que habíamos
contado. Pues sobre este macho transporté al tigre hacia el casco de la
hacienda, que era parte de la casa grande, un conglomerado de casuchas de varas
y rajas de madera techadas con hojas de pelo blanco, donde se hacinaban
viviendo los familiares de la peonada, todos de raza criolla, que hablaban su
idioma o dialecto de sonoridades melodiosas que me encantaba escuchar, cuando se
bañaban en el temascal comunal, que utilizaban cada 8 días.
También
me encantaba ver los cuerpos brillosos, rojos y desnudos de las mujeres y
jovencitas a la hora de que salían mojadas brillosas por el vapor que despedían las piedras del temascal.
Estas mujeres no mostraban ningún pudor al respecto, solo se tapaban el sexo
con las hojas que utilizaban para chacualearse mientras se encaminaban a una
cercana poza que utilizaban como baño y dejaban al aire sus senos redondos y
hay veces demasiado grandes y colgantes. Bueno, cuando llegué con el tigre, se
comenzó a juntar la gente que estaba en las casas, pues todavía era temprano y
los hombres se encontraban en sus faenas normales. Descargué al animal y entre
varios lo colgamos, en una de las galeras para que lo desollaran y lo pudieran
ver los que quisieran hacerlo. Fue realmente algo bello, ver llegar a los
peones por la tardecita, mostrando un gran respeto a la bestia. Lo tocaban,
tomaban su cola y la apretaban. A los pequeños los acercaban y los acariciaban
con las garras del animal como para trasmitirles su fuerza, carácter y vigor.
Platicaban en cuchicheos de los que alcancé a apreciar la palabra
-¡El
Misín!, ¡El Misín!, que luego me enteré que quiere decir “El tigre”.
Me
sentía como fuera de lugar, pues había podido matar al último de los tigres que
había existido en mi rumbo. Aún tengo en la nariz el aroma de su cuerpo y en
las manos conservo la agradable sensación de suavidad que me produjo el tocar
su piel por vez primera.
Ahora
todavía siento bonito cuando observo la piel del gran felino que conservo
extendida sobre la chimenea de mi casa y me digo.
-
Cuanto hace ya de esto y cuanta energía me proporcionó el haber matado al tigre,
que a esta edad me siento todavía bien chingón.