jueves, 12 de diciembre de 2013

EL TIGRE
Jaguar.
(Pantera Onca)

C
omo recuerdo el olor de aquel gatote. El olor y el peso cuando lo cargué con mis brazos y lo eché sobre el macho tuerto. Era un olor almizclado y picoso, era un peso alegre y satisfactorio, pues al fin lo había podido atrapar, después de tantos desvelos y preocupaciones, después de tanta paciencia y habilidad generada, pues el tigre ya era muy viejo, mañoso y desconfiado, por lo que resultó sorpresivo por un lado, encontrármelo atrapado en la trampa y muy satisfactorio haber realizado la gran hazaña de ser yo, el que fabricara la trampa y el que atrapara al último de los grandes tigres que existían en la zona.
Todo esto ocurrió hace ya muchos años; cuando todavía no buscaba mujer para convivir y mis esfuerzos y empeños eran para contribuir en el sostenimiento del hogar paterno. Sucedió en una fracción de la Sierra Poblana, enclavada en un área tropical y boscosa; entre los límites de los estado de Veracruz y de Puebla. Esta porción del estado de Puebla se deja circundar y envolver por el río “San Marcos”, que le sirve de indicador de límites. Río que ha servido de vía de comunicación entre Sierra y Golfo, pues cuando se comenzó a explotar la zona boscosa, precisamente por medio del río y en época de crecientes, se mandaban las trozas de “caobo” y “cedro” por las corrientes del “San Marcos” hacia Cazones, pueblito del que toma verdadero nombre el río.
En esos tiempos abundaba la fauna silvestre. Destacándose entre las aves, el “Faisán Real” (Hoco Faisán, Crax rubra), negro, brillante y de copete chino, los machos con una protuberancia bolúda en el pico de color amarillo limón, la hembra de apariencia mas discreta. El “Cojolite” (Penélope purpurances), un pavón de carne muy estimada. La “Totocalca” (Trogón Colicobrizo. Trogon Elegans), ave vistosa de plumaje verde, rojo y blanco. Los “Picos Reales”, de dos tipos, el mas atractivo y el mas grande era negro con un collar amarillo o blanco y el pico amarillo, rojo y negro (Tucán Piquiverde. Ramphastos sulfuratus) El “Pico de Canoa”, el mas pequeño pero también de vistosas plumas verdes (Tucancillo verde Aulacorhynchus prasinus), el pico negro y amarillo. Las “Tuyónas”, gallinitas silvestres que matábamos atrayéndolas a nuestro lado, imitando el silbido del macho (Y los “Zopilotes Reales”( Carroñero rey. sarcoramphus papa), grandes aves carroñeras, parientes de los buitres pero mas pequeñas, que tenían un collar blanco y un moco rojo tornasolado, que se destacaba de su cabeza sin plumas, en sus alas destacaban también una hilera de plumas blancas y cuando volaban se distinguían fácilmente entre los zopilotes normales(Caragyps atratus) y las “auras”( Cathartes aura). De los cuadrúpedos, el venado “Cola Blanca” y el “Temazate”, el “Cuerno de Cabra” y los “gamos”. Los preferíamos en las cacerías.
Había jabalíes de dos clases, el “tamborcillo”, que andaba siempre en manadas y el “Negro” que vagaba en parejas y que era de talla mayor. Los “Tejones”, también de dos clases, el de manada y el “Tejón Solo”.
Los “mapaches”, los “perros de agua”, las “tusas reales”, la carne de monte mas excelente, preferida sobre cualquier otra. Los “tepechiches”, especie de gatos pardos y alargados. Los “Osos Hormigueros”, que espantaban en las noches a los caminantes, pues tenían la peculiaridad de pararse en las patas traseras y caminar moviendo la cola que era de pelos muy largos. Las “Martas” o “Martos”, especie de perezoso; este animalito de piel muy fina y tupida, era difícil de matar, pues se pescaba con su cola de las ramas, además de que se tapaba las heridas con ramitas y hojitas de árbol. Los “leones”, mas bien “pumas”, que chiflaban y acompañaban a los caminantes por las veredas de la sierra. Los “tigrillos”, “tecuanes” o “güinduris” pequeños felinos muy hermosos y hábiles para cazar aves y pequeños roedores. Y el más extraño, temido y misterioso de todos ¡EL TIGRE! (Pantera onca)
Para todos desde que éramos pequeños, este animal era sinónimo de “chingón” de “matador” de “come gente”.
Cuando por las noches nos querían mandar a la cama de inmediato, nada mas nos decían: “¡Ahí viene el Tigre! y se acabó el relajo, a la cama toda la escuinclada.
Aun recuerdo el retumbo del rugido del tigre. Era una especie de bufido ronco, entre bramido y gruñido, muy parecido al bramido de los toros cimarrones viejos que se amatillaban; mas distinguible, pues era amenazador. Era un sonido impresionante y atemorizante, pero común en esos tiempos.
Yo era un varón bien formado, decidido y arriesgado, además de osado. Recuerdo que me sentía amo del mundo, lo que me proponía lo lograba, era muy estricto con mi cuerpo al que gobernaba con mi mente, castigándolo en ocasiones, pues siempre fui muy resistente al dolor físico.
En esos tiempos mi trabajo era el de encargado de la finca de mi padre, finca donde la mayoría del terreno era solo selva tropical y húmeda, aunque habíamos desforestado algunas hectáreas que convertimos en potreros de sacáte “guineo”. Praderas donde pastaba el ganado, vacas principalmente, que ordeñábamos todos los días muy de madrugadita y a las que se les comenzaron a perder los becerros de cuando en vez, cosa que me alarmó, llevándome a investigar que es lo que pasaba. La primera vez que encontré algo raro, fue cuando hallé a un infortunado becerrito muerto, atravesado en la horqueta de un gran árbol, como a dos metros del suelo. Al animalito ya le habían comido la asadura y parte del pecho y del costillar. Encontré huellas de rasguños en la corteza del árbol y calculando el peso del becerro y la altura donde lo hallé, me dije:
- ¡A Jijo de la tiznada!, esto está cabrón. Y me fui para la casa.
Consulté con uno de los peones más viejos de la finca, el cual me dijo:
-¡Patrón! - Es un rechingado tigre. - ¡Sí patrón! ¡Ya nos cayó el chahuistle! - Este Pínche gato va a seguir comiéndose los becerros, va usted a ver. Yo lo escuché, notando en sus ojos la seriedad y la preocupación, pero me dije.
-A mi ningún gato viejo me araña las patas.
Me puse mas abusado, comencé a achicar la becerrada mas temprano y siempre traía la súper, calibre que yo consideraba poderoso, aceitadita y con un cargador extra repleto de balas nuevas. Además de que cuando transitaba por las veredas campeando a las vacas, andaba yo a las vivas. Conseguí con unos amigos del rumbo de la Hacienda de “Huitchila” (Huitzilac) y, halla por San Rafael, los Triana., unas trampas de fierro de esas de muelle; trampas con las que ellos ya habían atrapado a tigres, y las comencé a poner por los pasaderos que según yo, eran recorrido normal del taimado carnicero.
Este tigre, luego descubrí, tenía su zona de caza muy amplia. Mataba por las fincas de a la redonda. Por Zoquiapan, Huilotla, El Carpintero, Amixtlán, El Paso de Chicualoque, El Suchil, San Diego, El Cerro de Tepezala, Huitzilac y mi terruño, Zanatepec. Además de que seguí descubriendo sus singularidades. Sus huellas eran muy grandes, medían 17 Cms. de diámetro y había un espacio de 1.30 Mts. entre las huellas de las patas y las huellas de las manos. Nunca lo había visto, pero llegué a conocer sus andanzas, pues me puse como reto el matarlo o atraparlo. Mis vacas también se acostumbraron al tigre. Cuando iba por las tardes a achicar las crías se encontraban reunidas formando un círculo con las crías y los mas débiles, echados en el interior y por fuera los toros machos.
Cuando comencé a poner las trampas de fierro, llegué a atrapar mapaches, tejones y una vez a un tigrillo. Mas el tigre solo olfateaba la carnada y rodeaba la trampa. Varias veces lo esperé en compañía de alguno de los cazadores mas reconocidos de la zona, trepados en algún árbol cercano de donde había dejado a su presa sin acabarla de comer. El tigre nos olfateaba pues le escuchábamos cerca nada más. Esas noches para mí eran muy emocionantes y hermosas. Siempre he sido muy observador y he gozado con las cosas que la naturaleza me pone enfrente. Recuerdo muy bien el canto de las “Pusharacas” o tapacaminos” (tapacamino pucuyo, Nyctidromus albicollis), de los “tecolotes”(Búho coronado caricafé.Asio otus) y “tecolotillos”(Tecolotito colicorto. Micrathene whitneyi) y algún ave nocturna que gruñía con un grito alargado. Las luminiscencias fosforescentes que se levantaban de la hojarasca, los olores penetrantes y acres de la humedad nocturna. Detalles que se quedaron apuntados en mi mente y que jamás olvido.
Una vez, encontré una de las trampas cerradas y sin el cebo; entre los dientes de la trampa había algo de piel y sangre del tigre. Como la había calculado, era muy grande y lo que había pasado me indicó que con ese tipo de trampa jamás lograría mi objetivo, atrapar al tigre, por lo que regresé a mis amigos Triana sus artefactos que no me sirvieron y me dije:
-A este canijo tigre me lo hecho yo mismo. Pues ya me había cansado y soñaba con topármelo frente a frente, para desahogar mi coraje, vaciándole mi “súper” completita en su pinto pellejo.
Más el tigre no se presentaba nunca donde yo le esperaba, jamás lo logré ver frente a frente; solo sufría los daños de su presencia, pues continuaba matándome uno que otro becerro o ternera. Era muy hábil para esto.
Como en todo el rumbo se sabía de mi objetivo, no faltó quien me aconsejara poner otro tipo de trampa. Una trampa vieja. Trampa de las que utilizaban las gentes de antes para atrapar a tigres. Me dijeron,
- Hazte un Tlalpehual, con piedras grandes en su tarima, pa’ que de una vez por todas le des en la madre al pínche tigre.
Después de esta observación, comencé a preguntar que como podría hacer una trampa de esas y abriendo mucho las orejas memoricé todas las instrucciones al respecto.
Cuando me sentí capaz de hacer la trampa, comencé a cortar la madera que necesitaría.
Tres polines rollizos de madera fuerte, polines que medían como 8 pulgadas de diámetro por unos seis metros de largo y otras varas gruesas para hacer la trampa y el cerco donde estaría el cebo, mas otras varas delgadonas para construir el carril por donde tendría que entrar el tigre.
Los polines los clavé después de formar un círculo para sacar un triángulo exacto, uniendo las puntas por arriba, amarrándolas con bejucos resistentes, con los que formé una especie de grúa. Ellos iban a cargar el peso total de las piedras que irían sobre la tarima. El cebo, que yo pensé sería un pequeño cerdo, estaría amarrado dentro de un círculo de varas para que el tigre no lo pudiera alcanzar desde afuera y se tendría que meter goloso por el carril que le llevaría directamente a pisar la trampa que desataría la combinación para volcar sobre él, la casi tonelada y media de piedras que estarían sobre la tarima.
Todo esto hice, probando en vacío la trampa varias veces para que no me fallara. Las piedras las acarreé en bestias desde unos “cubes” cercanos a la finca. Cuando la trampa quedó armada, la observé, notando su grandeza y rusticidad; lo que me llevó a pensar que, si yo fuera el tigre, jamás me metería en una trampa tan burda, pero a la larga, eso lo razono ahora, fue lo que me hizo salir triunfante entre la experiencia del tigre y mi novatés en esas lides. Además de que en la trampa sólo se utilizaron materiales naturales, madera recién cortada, bejucos y piedras nativos, hasta el cordel conque amarré al puerquito, lo tejí con pita silvestre.
Por varios días tuve que meterme por el carril de la trampa para llevarle alimento al cerdito, con el riesgo de quedar atrapado en mi misma trampa. Una vez se me escapó el maldito puerco y ahí me tienen todo un vaquerazo tratando de lazar al mendigo cerdo; fue la tarde más desesperante de mi vida, pues tarde como tres horas en atraparlo, pero me sirvió la experiencia y lo aseguré mejor para que no me volviera a suceder lo mismo.
Noté en las veces que revisé la trampa, que el tigre la había rondado varias veces, más no se arriesgaba a introducirse. Esto y lo rústico de la trampa me hacía dudar de los resultados positivos que yo esperaba.
Mientras en mi trabajo a las vacas ya ni las arreaba, cuando llegaba yo al corral para achicar a las crías, todo el ganado se encontraba adentro, tan acostumbrados estaban al diario cuidado de reunirlos por las tardes.
Las vacas y los toros formaban un círculo dentro del corral para protegerse de un futuro ataque del tigre.
Yo con mi obsesión de atraparlo, me volvía más atrevido en mis andanzas por las zonas donde según yo, podría topármelo. En esas andanzas maté dos o tres venados con tiros de pistola, ya que jamás cacé con escopeta, era yo un buen tirador de pistola, de los que atinaban a los cinco oros de una carta de baraja a 50 metros de distancia, de los que mataban a los “cojolites” y a los “faisanes” con un tiro en la cabeza para no desperdiciar nada de carne, era yo bueno para el tiro.
Cierta mañana me llegué a revisar la trampa a la que no le tenía nada de confianza. Amarré mi caballo cerca de ahí, dirigiéndome sin muchos ánimos, casi ya por costumbre a darle su alimento al puerco que dejaba yo de cebo, cuando me voy topando al mentado tigre, que en una posición como de ataque, se encontraba casi a la salida del carril de entrada de la trampa. Me llevé el susto de mi vida. Eché mano rápidamente a la pistola, pero noté que el tigre ya no se movía, que estático estaba en la misma posición. Con el corazón latiéndome en todo el cuerpo, pues la impresión fue muy fuerte, me acerqué con la “súper” todavía en la mano, a revisar de cerca al animal. ¡La trampa había dado resultado! El tigre yacía muerto, aplastado de medio cuerpo por las piedras del “Tlalpehual”. Me senté un ratito frente de sus bigotes para tranquilizarme y absorber en plenitud mi triunfo y satisfacción.
¡Que grande era! ¡Este tigre deberás era un gatote!
Realmente había sido una gran suerte el atraparlo, pues era tal su tamaño que no cabía en el carril de entrada, el tigre tubo que meterse agazapado y casi forzado por el mentado carril que en uno de sus lados se encontraba destruido por los zarpazos que en su agonía y desesperación el tigre había dado.
El cerdito de cebo, se encontraba bien amarradito donde la había dejado, y yo, pues no cabía del gusto por mi logrado triunfo que no sentí ni el peso de las rocas cuando las levantaba para sacar el cuerpo del tigre de su tumba pétrea. Lo jalé con las manos rumbo a donde estaba mi caballo que al percibir el olor del tigre, se puso tan nervioso que reventó el cabestrillo, huyendo rumbo a un aguachal que se encontraba por ese rumbo. Me cargué al tigre sobre uno de mis hombros y caminé como unos 80 metros para dejarlo junto a las raíces de un encino viejo y luego traté de agarrar mi caballo, cosa que me costó trabajo ya que el olor del tigre se me había impregnado en mis ropas y cuando me le acercaba, nomás paraba las orejas y salía corriendo de puro pánico. Tuve que lavarme los brazos y el torso y sin camisa logré montarme nuevamente sobre él.
Resolví el problema de transportar el cuerpo del tigre al agarrar a un “muleto” viejo y casi ciego, que teníamos en el potrero. Animal que conservábamos por cariño, ya que había sido una de las primeras bestias de carga con las que habíamos contado. Pues sobre este macho transporté al tigre hacia el casco de la hacienda, que era parte de la casa grande, un conglomerado de casuchas de varas y rajas de madera techadas con hojas de pelo blanco, donde se hacinaban viviendo los familiares de la peonada, todos de raza criolla, que hablaban su idioma o dialecto de sonoridades melodiosas que me encantaba escuchar, cuando se bañaban en el temascal comunal, que utilizaban cada 8 días.
También me encantaba ver los cuerpos brillosos, rojos y desnudos de las mujeres y jovencitas a la hora de que salían mojadas brillosas  por el vapor que despedían las piedras del temascal. Estas mujeres no mostraban ningún pudor al respecto, solo se tapaban el sexo con las hojas que utilizaban para chacualearse mientras se encaminaban a una cercana poza que utilizaban como baño y dejaban al aire sus senos redondos y hay veces demasiado grandes y colgantes. Bueno, cuando llegué con el tigre, se comenzó a juntar la gente que estaba en las casas, pues todavía era temprano y los hombres se encontraban en sus faenas normales. Descargué al animal y entre varios lo colgamos, en una de las galeras para que lo desollaran y lo pudieran ver los que quisieran hacerlo. Fue realmente algo bello, ver llegar a los peones por la tardecita, mostrando un gran respeto a la bestia. Lo tocaban, tomaban su cola y la apretaban. A los pequeños los acercaban y los acariciaban con las garras del animal como para trasmitirles su fuerza, carácter y vigor. Platicaban en cuchicheos de los que alcancé a apreciar la palabra
-¡El Misín!, ¡El Misín!, que luego me enteré que quiere decir “El tigre”.
Me sentía como fuera de lugar, pues había podido matar al último de los tigres que había existido en mi rumbo. Aún tengo en la nariz el aroma de su cuerpo y en las manos conservo la agradable sensación de suavidad que me produjo el tocar su piel por vez primera.
Ahora todavía siento bonito cuando observo la piel del gran felino que conservo extendida sobre la chimenea de mi casa y me digo.
- Cuanto hace ya de esto y cuanta energía me proporcionó el haber matado al tigre, que a esta edad me siento todavía bien chingón.