domingo, 2 de marzo de 2014

EL NARRADOR
Historias del pasado breve.





























De: SERGIO ARTURO CABRERA FLORES


Contraportada)
Editorial Altamira.














1º. Edición. (Fecha)











Diseño de portada: Sergio Arturo Cabrera








DERECHOS RESERVADOS
                       C

Título Original:   El Narrador.
Copyright  c, Fecha. Editorial Altamira, S.A. de C.V.
                                Rancho Altamira, Pue, Fracción Nº.-2                     
                                Municipio de Venustiano Carranza,
                                Pue.




Impreso en México-     Printed in México


Los derechos de esta obra son propiedad de Editorial Altamira, S.A. de C.V. Por tanto, queda estrictamente prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio, incluyendo la fotocopia, sin autorización escrita de esta editorial.
                           





Dedicatoria:

Para el Sr. Valdemar Cabrera Nava, mi padre. Quien sé que donde se encuentra si pudiese reviviría sus memorias.
Con amor y sempiterno recuerdo.
Y mis eternas gracias mí nunca olvidado “DON VALDE.”

1° de Octubre del 2012.












De Sergio Arturo Cabrera Flores


PRÓLOGO

Amigo lector, esto que leerás a continuación, ocurrió hace algunos años en esas fértiles y feraces tierras de la Huasteca Poblana, situadas en las márgenes del Río Cazones y embutida como una hermosa cuña en el estado de Veracruz. Tierra cálida productora de recias y finas maderas, de almibarados frutos y de fauna  variada que por lo hermosa ha ido desapareciendo como sucede con todo lo bello.
      De lo narrado aquí, solo queda algún destello en las letras de algún viejo corrido que se llega a escuchar algunas veces en las voces de uno de esos “Guitarreros” (Trovador pueblerino) que envuelto en las neblinas producidas por el alcohol, se desgañita en alguna cantinucha de esas tan comunes que existen (Por mala suerte) expresando sus recuerdos con el alma a flor de piel.
      Por lo que, aprecia pues estos recuerdos que como dice el sub título, son solo remembranzas de un pasado breve y substancioso, que pasó como bronca corriente de un arroyo enfurecido sobre la vida de los actores de esa para mí, añorada época.

8.09  Hrs
1° de Octubre del 2012.
S.A.C.F.
EL NARRADOR
Historias del pasado breve.

          El narrador, siguiendo la pista de su conciencia, se comunica con sus ancestros para rescatar los recuerdos voluntarios y ser testigo del devenir de los tiempos.
          Intentando develar el arcano venir, se adentra sin preámbulos en la obtusa maraña de recuerdos, siguiéndole la pista a vetustos cuentos y perdidas leyendas familiares, incrustadas como plata en las rocas de pirita, rescatando con ello los básicos principios de su dinastía, que considera genuina representante de la generación que se desplaza desbordante de optimismo por los nuevos vericuetos de esta sociedad agilizada irónicamente por mensajes televisivos llenos de veladas promesas.
          Por lo tanto, aquí principia esta presentación de sus personajes que intentarán narrarles a su manera y modo sus aventuras. Voy por lo tanto a comenzar diciéndoles mi nombre. Soy Diódoro Carrasco Arménta, serrano de nacimiento y Poblano (De Pueblo y Estado) por convicción, quien en primera persona relatará los pormenores de su agitada vida, en estos papeles. Para poder acomodarme a mis pensamientos, voy por medio de cortos relatos a repartir mi vida, comenzando con mis iniciales recuerdos y las primitivas sensaciones que capté en el ambiente en que me desarrollé.
          Nací, en un hermoso poblado inmerso en bastos bosques de Ocotes y amplias praderas de grama verde y esponjosa, situado en la margen escurridiza de una montaña de la sierra madre oriental. Este poblado de recias tradiciones mestizas, como buen heredero se rodeó de místicas creencias católicas, impregnándose en sus rituales y leyendas con afanosa persistencia, lo que le llevó a acunarse en el monótono ritual de los horarios de las misas, a las que llamaban las esquilas que en alargados toques resonaban en los paredones de las antiquísimas viviendas, que quien sabe por qué razón todavía existían, formando un abigarrado conjunto que impregnaba el ambiente de imágenes húmedas y verdosas, ya que se recubrían de musgos y fungosidades vegetales, de donde se descolgaba la lluvia que en eterno Chipichipi goteaba como en extáticos manantiales una humedad eterna y fría.
          La neblina todas las tardes cubría con su etéreo manto las húmedas callejas lodosas que enmarcaban paredes blancas y grises. Las mujeres cubrían sus cuerpos con prendas oscuras, enrebozadas por lo regular, semejaban sombras deslizándose sin rumor alguno sobre los aceitados rieles de alguna maquina oculta. A la hora de las monótonas campanadas que venían de la blanquecina torre de la iglesia, se velaban con encajes brunos, color con el que totalmente se engalanaban para estos cultos, semejando un cortejo fúnebre y doliente.
          Era costumbre que no asistieran a la misa más que las mujeres, los barones ignoraban estas liturgias alegando que sus actividades les impedían acudir a este tipo de actos. Así que el sacerdote en cuestión, era pastor de un buen rebaño de hembras mustias, quejosas y sumisas, las que se le presentaban a la hora en que sonaba la campana. Mujeres que aunque vestidas de azabache y veladas, dejaban vislumbrar hay veces pasiones prohibidas, y un tanto accesibles a un varón dispuesto, ganoso, ávido y bien dotado, que sin mucha pena rescataba los mejores platos de tan surtida alacena, logrando por lo tanto influir discretamente en el censo poblacional, sin que lo notaran algunos, si no los demás.
          Así transcurría la vida en esa población dominada por el ritual. Había solo dos escuelas, la laica y la religiosa. Esta lógicamente dominada totalmente por el santo varón en turno o sea el sacerdote. La laica la administraba un profesor de las mismas creencias, más de orígenes salesianos, lo que le hacía ser más fanático y enérgico. Este ser oscuro y duro, se llamaba Placido Campuzano, pero ni era placido ni estaba sano.          El creía que afligiendo su cuerpo se quitaría del alma los malos pensamientos y los deseos sensuales. Esos que le asaltaban sin clemencia, principalmente en la noche, ya que era un ser solitario y amargado. Onán personificado en un pequeño cuerpo sin galanura alguna. Más su don mayor era ser un gran maestro, culto y de notables capacidades para la docencia. El solo daba las clases a todos los grados, desde el Primero hasta el Sexto. Siendo este grado el que tenía menos alumnos. Yo por esos tiempos aprendía el cuarto año. Mi grupo contaba con siete niños siendo yo el más adelantado y mi primo Albino, (Nombre que le caía al pelo por lo listo y vivaz, siempre estaba al alba) quien competía conmigo por las mejores calificaciones que Placido nos regateaba pero que nos daba. Me distinguí en Matemáticas y en Oratoria, por ahí existe una foto viejísima donde aparezco frente al cadáver de Don Venustiano Carranza en plena acción, ya que me eligieron para decir unas palabras en su velación, frente de los portales del palacio municipal. Al Presidente lo trasladaron desde donde lo asesinaron hasta mi comunidad, primer lugar y el más cercano donde reposaron un día sus restos. Me elegían para declamar y hacer las presentaciones de los actos sociales de la escuela. Dentro del circulo de compañeros del grupo se destacaba por travieso, juguetón y despabilado, un chico chaparrito, moreno y desparpajado, que siempre se andaba peleando y que como característica tenía que al atacar al contrincante, lo hacía embistiéndolo con la cabeza, o sea dándoles un topetón tremendo en el pecho o en el estómago, que les sacaba el aire y después los remataba a puñetazos. A este chico por esta característica le apodamos “El Chivo”.
          Cierta vez el Chivo nos presumió su valentía, diciéndonos.
          — A mí los espantos y los  fantasmas me hacen solo marañas.
          Por lo que le dijimos que si era tan valiente se fuera a quedar solo, una noche completa al panteón. Ni tardo ni perezoso el mentado Chivo se armó de un joronguito todo deshilachado que le llegaba apenas a las rodillas y un sombrerito de palma desgarrado y amarillento, y una tardecita ventolera y neblinosa de esas normales de por esos rumbos, le acompañamos hasta el centro del camposanto, dejándolo ahí hasta que se puso oscuro. Al otro día muy de madrugadita nos apersonamos los más curiosos, y lo hayamos desmallado por el susto, tirado en un agujero de una tumba vieja a la que ya le habían sacado el difunto. Su jorongo se había atorado de un clavo de una podrida y vieja cruz que se trajo jalando un buen trecho, dando trompicones, huyendo según él, de un muerto aparecido que lo quería jalar a la tumba, hasta que cayó accidentalmente al hoyo socavado de esa tumba abandonada.
          Después de esto, el Chivo dejó de ir a la escuela y al poco tiempo murió. De susto y espantado, nos dijimos.
          Por esos años de 1915-16 era común y tradicional, que en los domingos se realizara en la plaza central de pueblo, el Tianguis. Donde acudían infinidad de puesteros a detallar sus variadas mercancías, entre las que se destacaban principalmente los productos del campo. Frutas de temporada, como Naranjas, Limas, Aguacates, Paguas, Camotes, Manzanas, Guayabas, Yucas, Trozos de caña, Anonas y Chirimoyas, Tejocotes, Membrillos, Chayotes de variados tamaños, entre los que se distinguían unos pequeñitos ricos y resecos. Elotes, Calabazas, Frijoles de muchos tipos, Habas, verduras frescas, Berros, Rábanos, Lechugas, grandes Endivias, frondosas Acelgas y Coles, Colinabos, Betabeles, Zanahorias, y Papas, entre ellas unas que se daban en enredadera, y otras enormes, silvestres, a las que les decían Cabezas de Negro.
          Bueno toda esta variedad de productos criollos que los paisanos consumían en sus diarias dietas. Estos mercaderes llegaban invariablemente en animales de carga, sobre las que transportaban sus mercancías, entre ellos abundaban las Mulas y se distinguía los Burros.
          Uno de estos animales nos brindó tema para platicar por semanas. Pues resulta que; imagínense lo abigarrado del paisaje dominguero, la plaza repleta de vendedores y marchantes, de paseantes y viajantes, de curiosos y desocupados, de mujeres, hombres, niños, perros y gatos. Los portales repletos de tenderetes y puestecillos, sobre las banquetas expendios de mil chucherías, canastas repletas de Tamales, Tlacoyos y enchiladas, cientos de bestias amarradas en las pilastras y árboles que rodeaban la enjolgoriada plaza. Expendios de Pulque, Tepache, Garapiña, y aguas de sabores, Limón con Chía, Horchata de semillas de Melón y de Chilacayote. Expendios de telas, Manta, Satín, Percal, Cabeza de Indio, Tuzor, Encajes, Tiras bordadas, Rebozos, Chales, Velos, Cobijas, Cotones, Jorongos, Cotorínas, Chamarras, pasa montañas, mangas de Hule y mil cosas más.
          De repente en ese batiburrillo hermoso y desorganizado, a un Burro macho se le despiertan los deseos sexuales que en su especie son irrefrenables, y reventando el cabestrillo con el que se hallaba atado a un pequeño Trueno sembrado en una glorieta, se lanza ufano y desbordado sobre una Yegüita Alazana media meca, que en esos momentos eligió para su desahogo, quien también rompe su atadura y huye desbocada entre el gentío, derrumbando mezas, puestos y canastos, rompiendo los tirantes con los que estaban atados los manteados, arrastrando las telas arrancadas entre sus cascos, exhibiendo el Burro Macho su enorme sexo excitado y colgante ante el gentío que solo atinaba a gritar.
          - ¡Burroooo, Zooooo, Burroooo! mientras nosotros, la chiquillería, corríamos detrás de los rijosos amantes, esperando ver consumado el acto, entre carcajadas y burlas mirando el desbarajuste hecho por los animales en celo.
          Otra vez, como pasaba continuamente porque estábamos en época revolucionaria, o sea en épocas de gente armada y de armas, de continuo se realizaban disparos y principalmente a la salida de las cantinas y burdelillos que existían a la orilla del pueblo. Y a donde temprano nos presentábamos con el ánimo de recoger los casquillos vacíos que coleccionábamos por calibre y para nuestros juegos; Vimos una cosa sorprendente.
          De una de las cantinas de más moda, salió un grupo como de seis hombres, disponiéndose a montar sus caballos, para retirarse a sus casas o campamentos, cuando de otra de las covachas cercanas, sale a trompicones un atolondrado parroquiano gritando.
          — ¡Viva Carranza, Jíjos de la Jijurria! ¡Viva el Carrancismo mendigos Villistas!
          Uno de los que marchaban. Un hombrón de largos bigotes y fiero semblante, se desprendió de grupo y cruzando la enlodada calle se dirigió al gritón.
          — ¿Qué dice Usted, Pelao?
          — ¡Que viva Carranza!
          — ¿Queee? — Levantando mucho la voz.
          — ¡Que viva mi General Carranza!
          El otro, sin pensarlo mucho, desenfunda su pistola y le dispara certeramente en la frente al gritón que cae como fulminado por un rayo en un gran charco de agua lodosa, y con la cara ensangrentada. El asesino se le acerca a mirarlo y le da una patada por los pies expresando.
          — ¡Mendigo Carranclan! ¡Nomás hasta aquí llegaste! — ¡Que viva Villa, cabrones!
           El silencio se alargó por la calle como un hilo de papalote rabeando por elevarse, mientras el grupo de los jinetes y sus caballos, sin prisas y al trote lento, se reencaminaron a sus asuntos, mientras yo corría ganándoles a mis compañeros para
recoger el brillante casquillo aun tibio de la bala del calibre 44 que había matado a aquel necio gritón, que tirado sobre el charco contemplábamos pálido y sangrante.
          Mientras les presumía a mis compañeros el trofeo y comentábamos el hecho. De repente y sorpresivamente. ¡El asesinado se levantó del agua puerca! ¡Siii! tambaleante y tocándose la cara y la frente sangrante, nos miró con ojos borrosos mientras levantaba su sombrero de pelo, y con una extraña sonrisa arrancó a correr entre el charquerío de la calle rumbo al centro del pueblo.
          ¡Nos quedamos estupefactos! Asustados y extrañados. ¿Pues no que estaba muerto? Luego nos enteramos, que la bala le pegó exactamente en la frente, pero por coincidencia o acto reflejo, el tipo aquel levanto la cara en el preciso momento del impacto, lo que hizo que el plomo le arrancara el cuero cabelludo en una línea recta desde la frente a la coronilla. ¡Suerte de gritón!

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