LA
LEONA Y LA ERISIPELA
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o es tan fácil
para mi relatarles esto que me tocó vivir allá en el Rancho de mi padre, rancho
que es una pequeña fracción de lo que
antes fue la enorme hacienda de Zanatepec (Cerro de los zanates),
propiedad comprada por mi bisabuelo, padre de Don Herminio Cabrera, mi abuelo
paterno, persona culta y de inclinaciones artísticas, ya que según cuentan
estudió algo en la famosa Academia de San Carlos, allá en la en esos tiempos
lejana capital.
Bueno,
ha de ver sido como en los años sesentas, cuando lo que trato de relatarles
pasó. En la región norte del Estado de Puebla, muy cerca de los linderos de
Veracruz es costumbre todavía la de aceptar peonada que vienen a vivir a la
propiedad con toda su familia, y el dueño del rancho les proporciona techo y terreno
para sus siembras, pudiendo tener sus animales de corral, cerdos, borregos,
guanajos y gallinas, con el compromiso entendible, de proporcionar su mano de
obra cuando sea necesario, que por lo regular es siempre, mano de obra que se
les paga de acuerdo a los salarios existentes en la zona.
Así
fue que esa vez se aposentaron en “El Suspiro”, casita de tejas de barro y
paredes de tablones de madera de “frijolillo” y “caobo”, que se encuentra
situada en una loma, como a unos 1,500 metros de la Casa Principal. Casita que
tiene a su alrededor unos árboles de ciruelo criollo, guayabos y durazneros priscos
y que escucha el murmullo del arroyo que pasa muy cerquíta de la misma al pie
de la ladera, arroyo que se escurre y sombrea bajo ramazones de tarros,
bienvenidos y tepe tomates.
Decía,
que se presentó una familia compuesta por un matrimonio ya de edad, pero que
traían una jovencita como hija, que más bien parecía nieta. Esta pareja formada
por “Cándido” el esposo y “Doña Cacha”, una viejecilla que tenía la costumbre
de cuando hacía calor andar desnuda de la cintura para arriba, aún recuerdo
cuanto me llamaba la atención ver sus senos flácidos y pellejudos que le
colgaban casi hasta la cintura. Y la hija, que tenía por nombre el de Leonor,
por lo que de cariño le decían “La
Leona”.
Ella
era una mujercita tímida, redondita de formas, con un matojo de pelo esponjoso,
rizado y rojizo quemado por el sol, por lo que le quedaba perfecto el mote de
“La Leona”, yo la alcancé a ver varias veces por las tardes cuando venía de
bañarse en el arroyo, con un pedazo de manta enredado en la cabeza, manta que
ocupaba como toalla. En mi inquietud juvenil la notaba sensual y antojáble,
olorosa a yerbas frescas y a fronda.
Por
esas fechas llegó a vivir con esta familia, un jovencito muy alegre y
chiflador, que según luego me enteré, era algo familiar de Doña Cacha. Este
personaje venía de alguna colonia del Distrito Federal, por lo que era
demasiado despierto en comparación con los jóvenes nativos de su edad, yo, sin
que él lo supiera, le apodé “El Chiflador”, puesto que las veces que lo
encontré cuando iba a caballo a campear las vacas, siempre iba silbando,
notándosele alegre y despreocupado, además de simpático. El trajo de allá de la
Gran Ciudad, un radio portátil que siempre llevaba colgado de uno de sus hombros
y cuando laboraba como peón en alguna de las faenas que se le encomendaban, lo
tocaba, atorándolo en algún árbol cercano a su trabajo, por lo que se escuchaba
en el ambiente del medio día, la música que captaba por las ondas del aire y
que venía para nosotros desde muy lejos.
Con
el paso de los meses, me di cuenta, que la Leona se ponía mas bonita,
coloradita y mas sonriente y cuando la veía venir del riachuelo después del
baño, siempre la acompañaba el chiflador y su radio.
Cierta
tarde ya casi oscureciendo, se llegó doña Cacha con mi madre a pedirle consejo
y opinión, su ayuda, ya que a la Leona se le estaban hinchando las piernas y le
dolían los huesos. Mamá después de escuchar los síntomas que doña Cacha notó en
su hija, diagnosticó una enfermedad que era muy común en esos días, la
erisipela y le recomendó entre otras cosas que le caldeara las piernas
inflamadas, con barquilla morada y que procurara no asolearse.
Hasta
ahí me enteré de las cosas que estaba sufriendo la leona. Ya que por decisión
propia, me separé de la casa paterna para ir a recorrer el mundo, conocer otras
gentes y lugares, trabajando y buscando el futuro, cosas que todo joven desea
encontrar por si mismo. Y los meses se deslizaron bajo la puerta de mis
anhelos, convirtiéndose en tres o cuatro años, tiempo que tardé en saber de
aquella familia.
Otro
de los trabajadores del Rancho, me refirió de lo que le pasó a la Leona, ya que
fue el actor principal en el desenlace de la historia que les relato. Gabriel,
así se llamaba esta persona, un domingo en que regresaba del tianguis que se
realizaba en el poblado más próximo, acertó a pasar muy cerca del “Suspiro”, la
casita aquella que le habíamos facilitado a Cándido y su familia, cuando según
él, oyó que la Leona gritaba, como quejándose y se acercó presuroso para ver
que acontecía a esta familia y prestar auxilio como se acostumbra hacerlo
cuando se es vecino y compañero del jornal.
El
Gabriel se llevó la sorpresa de su vida al encontrarse a la pobre Leona
pariendo una niñita, en solitario. Ya que sus padres también andaban de
tianguis dominguero y ni siquiera estaban enterados de que su hija estaba
preñada. Así que Gabriel, hombre de experiencia, pues él con su mujer habían
tenido ya media docena de chiquillos, auxilió a la pobre Leona que ni siquiera
sabía lo que era un parto, así que el Gabriel la hizo de comadrona y con su
machete cortó el cordón umbilical, realizando los trabajos necesarios para que el
parto, tan rústico, saliera con bien.
El
Gabriel me contó, que el Chiflador se desapareció dos o tres meses antes de
estos hechos y que nadie sospechó ni sabía que la Leona estaba embarazada, que
el Cándido cuando regresó del tianguis, encontró a su hija ya con su nieta en
los brazos y que el único comentario que hizo, fue que lo bueno
de todo era que el chiflador le había dejado a
la Leona su “Radio Portátil”.
Así
paso esto y cuando lo llego a platicar, siempre me refiero que la Leona parió
una niñita a la que yo le puse “La Erisipela”.
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