jueves, 20 de marzo de 2014

DON VALDE


L
o miraba casi todas las mañanas, cuando salía de su casa, en María  Andrea, pueblito que convive con cerros y laderas; juntito de un río que marca los límites de los Estados de Puebla y Veracruz, zona considerada como huasteca tropical y que se distingue de sus poblaciones vecinas, pues conserva tradiciones y tuvo artesanos y músicos criollos. Artesanos especializados en el tejido de la “crin” de caballo, con la que fabricaban  riendas, cabestrillos, toquillas y adornos para sillas de montar y cuartas.
Otro fabricaba en su fogón de fuelle antiguo, herramientas y hierros para marcar ganado, candiles, embudos, además de arreglar gatillos, agujas, resortes, cañones de pistolas y de “chichalaqueras”, armas comunes en esos tiempos.
          Los músicos, famosos en la región, pues contaban con la única batería existente por esos lares, batería  que ellos construyeron de un trozo de troncón de Ceiba, poniéndole los cueros de burro difuntito.
Además completaban su orquesta con un “banjo”, cosa rara por ahí, un “marinbol”, maracas de jícara y un “güiro” de “guaje”. Guitarra quinta con clavijas de madera, instrumentos todos casi artesanales con los que alegraban las fiestas del rumbo y la región. Interpretando “merengues”, “congas”, “danzonetes”, “danzones”, “guarachas”, “calabaceados” y alguno que otro valsecillo rítmico y pegajoso. Casi al terminar los bailes era costumbre que sacaran el violín, la jarana y con la guitarra quinta se echaban lo que a ellos les gustaba mas, una serie de “guapangos”.
 Guapangos como el de “Los panaderos”, el “De los enanos”, “Los chiles verdes”, con los que despertaban los ánimos y las inspiraciones, ya que de repente algún viejano se acordaba y gritaba ¡Décima!, parando la música y abriéndose cancha entre los bailadores, lanzaba al aire, de su ronco pecho, una décima rescatada desde lo muy profundo de sus recuerdos, mientras con el sombrero de palma en la mano, con los que remarcaba las frases de su versada, se paseaba como un gallo de pelea por la pista de baile, que irremediablemente era de tierra apisonada.

Dicen por ahí mis amigos
que soy de pata muy plana,
que dondequiera me gana
el antojo y sin testigos
me como fácil los higos
pues me encanta el abordaje,
sépanse que me hago guaje
conchudo soy no lo niego,
a las mujeres entrego
con las chinelas el traje.

Bueno, yo miraba a Don Valde como dije antes, cuando al salir de su casa, que por cierto estaba bien enfrentito de la placita principal, a un ladito del edificio que alberga las oficinas de la presidencia auxiliar, las oficinas Ejidales y la cárcel. Montado en su caballo moro, caballo de gran alzada, muy bailador y pajarero, Don Valde siempre lo hacia caracolear al dar la vuelta para enfilarse rumbo a su rancho.
          El llevaba un sombrero de pelo color café, de alas rectas, camisa de lana de mangas largas a cuadros y rayas de color azul marino y blanco, pantalón de gabardina color “beige”, botas de piel color café, de las del tipo “Federicas” donde retintineaban las espuelas brillosas, con su mano izquierda aferraba las riendas, con las  que enérgicamente controlaba las ganas de galopar del moro.
Con la derecha, sostenía entre la cabeza de la silla y su cuerpo, un rifle calibre 22, que por lo regular portaba atravesado. Entre la camisa y el pantalón y por la cintura del lado derecho, sobresalían las cachas café-oscuro y el brillante pavonado de una pistola calibre 38 “Súper  Especial”.Pistolón que era común y el mejor calibre a usar en esos tiempos. Sus “chaparreras”, que acomodaba solo sobrepuestas entre los arciones y sus piernas, eran de dos colores; café color gamuza con adornos de cuero color verde olivo. Del lado derecho de la montura colgaba amarrada por unos “tientos” de gamuza, una “reata” de 20 varas, hecha de lechuguilla y de tres hilos, tipo “chavinda”. Reata que se notaba atiesada y muy rosada por el uso. En la parte de atrás de su montura, iba apretada en un rollo, una “manga” de hule bronco bien amarradita, entre la teja y la sobrecarona se le notaban como unos seis amarres con pequeños moños hechos con las tiras de gamuza (tientos) que para ese hecho se encontraban ahí.
La rienda, que sostenía con la mano izquierda, era de hilaza tejida, torchada muy bien y que se adornaba con nudetes de color rojo y negro. Las cadenillas y la barbada del freno tintineaban cuando el animal cabeceaba con inquietud. La cabezada con la que se sostenía el freno, era una tira de cuero curtido, con arandelas y rosetones de la misma piel como adorno. Sobre la frente del caballo sobresalía un mechón de la crin, que Don Valde tenía por costumbre acomodarle a sus caballos cuando les ponía la cabezada con el freno.
Los ojos de Don Valde, brillaban de puro gusto al montar, principalmente a este caballo, ya que era un caballo muy presumidor y bailarín, de esos que llaman pajareros; además de que era un animal muy bien formado.
 Hijo de un potro prestado para cubrir sus yeguas, por uno de sus grandes amigos, el Sr. Gral. Lindoro Hernández, “El Tigre de Zoquiapan”, hermano de Tito, quien le comentó que se lo había obsequiado el también General Maximino Ávila Camacho, hermano del que fuera presidente de la República, Manuel Ávila Camacho.
Bueno, por esos tiempos yo era todavía un chiquillo, que me pasaba espiando las cosas que a mis ojos eran interesantes, además de ser un cazador nato, que con mi “charpe” (resortera), me lanzaba por los montes vecinos a cazar iguanas, palomas, ardillas, pájaros y alguno que otro conejo descuidado que se dejaba matar por la piedra boludita, que lanzaba con certera puntería con mi “charpe”.
Un buen día, me decidí seguir a Don Valde en una de sus correrías camino a su rancho que se llama “Altamira”, pues mi curiosidad era mucha para saber que hacia este personaje, que para mí, era tan interesante y tan atractivo. Así que me preparé con un buen montón de piedritas boludas para mi “charpe”, piedras que metí en los bolsillos delanteros de mi pantalón hasta que iban retacaditas. Le dije a mi madre que iba ese día a traerle leña para el fogón y me dispuse muy campante a esperar la salida de Don Valde. Para esto, me senté  tranquilamente en una piedrota que estaba en la mera esquina de la Presidencia, observando atentamente desde ahí como uno de los hijos de Don Valde le ensillaba el caballo. Don Valde llegó, revisó la montura,  aflojó y volvió a apretar el cincho y el verijero; revisó la cabezada y las cadenillas, sacándole por la frente el mechón de crin como a él le gustaba hacerle a sus caballos, amarró el cabestrillo en los tientos del lado izquierdo y aferrándose  a la cabeza de la silla, poniendo el pie en el estribo del lado correcto se impulsó y montó. Así inició ese día su viaje, silbando por lo bajo algo ininteligible, que era un silbidito casi como soplido, que luego descubrí, era muy común que lo produjera.
Yo me puse listo para perseguirlo sin que él lo notara, cosa algo difícil, pues tendría que ir a veces caminando entre el monte y fuera del camino, cortándole la vuelta en los lugares en que el caballo tendría que  avanzar siguiendo el camino real.
 Salimos del pueblo por el camino que iba en paralelo con el arroyo que nacía precisamente en las tierras del rancho “Altamira”, fracción perteneciente de lo que fue la enorme hacienda de “Zanatepec” (Cerro de los Zanates “Tordos”), así que íbamos viajando a contra corriente del arroyo, por lo que nos acompañaba el murmullo hermoso de las cantarinas y frescas aguas.
 Este cause estaba bordeado de árboles frondosos y hermosos de variadas especies, entre los que se destacaban inmensos higueros que se enraizaban sobre las rocas que enmarcaban el curso del arroyo, zapotes mamey esbeltos y muy distinguibles por su follaje; alzaprimas robustas y achaparradas, tintas de troncos jaspeados por los musgos y hongos, mari cacaos y tepe tomates que por las pequeñas vegas del arroyo, se enraizaban entre varejonales de “carnes de gallinas” y “gúasimales”. En algunas partes el pequeño río se perdía entre tupidísimas matillas de “tarros”, que son los “otates” criollos, altísimos, rizados, verdosos y amarillentos a los que sus hojas secas formaban inmensas y a veces silenciosas alfombras  por las que tenía uno que caminar cuidadosamente, defendiéndose de los “checheves”, espinas que eran como pequeños garfios que se clavaban en las ropas y en la carne de los seres que pasaban bajo sus frondas. Estas espinas nacían en las ramas bajas y largas de estos “tarros”. A mi me gustaba cortarlas y con cuidado quitarles los “checheves”, formado con ellas unos tipos de fuetes o varas que me servían para sacudirme de la ropa los pinolillos; para abullonar la lana o sacudir las cobijas; aunque de vez en cuando  las ocupaba mi madre para darme una azotaina a calzón quitado que me dejaba todo calientito y obediente.
Esa vez iba yo muy observador y en el descanso que hice para tomar agua en la orilla de una poza del arroyo, al hincarme con las manos dentro del agua y las rodillas en las piedras, para, de esa manera con la boca absorber el agua fría dulce y azulada, miré como casi en mis narices, por debajo del agua, pasó un “guapote”, pescado especie de mojarra alargada y plana, que en sus costados muestran unas manchas cuadradas de color negro, que semejan como pequeñas ventanas de un muy especial autobús submarino.
También vi asomándose por una pequeña cueva de la orilla del arroyo, las largas barbas y los ojillos muy juntos y negros de una “Acamaya” hembra, pues el bicho aquel no tenía los gruesos y largos brazos que caracterizan a los machos de su género. Recuerdo también unas grandes arañas patonas y muy ligeras que se deslizaban por encima del espejo del agua, produciendo al hacerlo, delicadas y superficiales hondas que se alargaban e iban a terminar entre lo follajes de las plantas silvestres que bordeaban las orillas de la corriente.
Don Valde avanzaba a buen ritmo sobre el Moro, que saliendo del pueblo, dejó de ir pajareando para tomar el paso normal del andador robusto y fuerte que era.
Para ir al rancho, había tres caminos diferentes. El primero que era llamado “Camino real” pues por él transitaban los arrieros viajantes que iban hacia “La Junta”  o rumbo a  Mecapalapa, poblaciones importantes en esa época, que se apreciaban por ser “Bocas de Sierra” en donde se llegaban los habitantes de las poblaciones circunvecinas a comprar en los tianguis, mesones y tiendas comerciales todo lo que necesitaban para sus despensas y aperos de trabajo.  Pues bien, el camino real se separaba de la brecha normal y jalaba hacia la derecha, casi, casi por los linderos que definían los terrenos privados de los ejidales. En ese tramo el camino era pura subida o pura bajada, dependiendo del rumbo de donde viniera uno, y se distinguía porque se tornaba caracoleado y lento, discurriendo entre pedruscos y tierra amarillenta y barrosa.
 Esa vez Don Valde continuó derecho hasta llegar casi casi, al pié de una cascada que formaba el mismo arroyo y que se despeñaba entre brumas y arco iris sobre árboles y rocas.
          Por ese rumbo el camino se dividía nuevamente, una brecha jalaba hacia la izquierda, dando un rodeo para evitarse el paso que se llamaba “La ventana del diablo”, y el otro continuaba derecho y que fue el que tomó Don Valde. Antes de emprender  la subida por la aguda y peligrosa pendiente, se bajó de su montura, le aflojó los cinchos, el caballo tomó suficiente agua, volvió a acomodarle la montura y caminó unos doscientos metros jalando del cabestrillo al moro, que se entretenía al caminar mordisqueando las matas de sacáte “guinea” que se hallaban a la orilla del camino, camino que por lo poco transitado en partes se perdía cubierto por dormilonas y grama. En ese lapso fue que me dejé ver por Don Valde. Ya que comenzaba la parte del camino más difícil y pensé mejor hacerlo sin remilgos en su plena compañía.
          El me llamó y preguntó mi rumbo, se lo dije sin miramientos, mientras me sentaba en el pasto a quitarme una espina de “cornizuelo”  que se me había clavado en un dedo del pié. Luego de esto, continué tras de él, que se había vuelto a montar sobre el moro. Continuamos la penosa subida, el a caballo y yo como colero pisándole casi los cascos a su montura.
          Don Valde me comenzó a hacer preguntas, sobre si conocía los diferentes follajes de los árboles y las hierbas que había en el monte. Reconocí en él, a un sabedor de gran talento, pues me iba nombrando cada especie de árbol, diciéndome además la dureza de su madera, el color y para que servia y se podía ocupar o que enfermedad podían curar. Así me enteré que del “zapote chico” se fabricaba el chicle que vendían los domingos en el tianguis;  que el “cojón de toro” también producía chicle. Que la “guásima” servía para cortar la diarrea o el “chorrillo”, que con la goma del Higuero se podía cubrir el entablillado de algún fracturado. Me enseñó que el bejuco de la parra está lleno de agua y que se debe cortar primero de abajo y lueguitito de arriba para que el agua no se suba; el agua extraída de este bejuco es tibiezona, mas bien pura y filtrada. Me dijo que para cicatrizar las heridas, con la sabia del “sangre de grado”.
          Que las maderas más duras de monte eran la del “quebrache” (quiebra hachas) y la del corazón del zapote, que estas maderas por resistentes se utilizan para hacer horcones de las casas. Que la hoja del “palo blanco” era la mejor para hacer techos de casas; que con la corteza y madera del “jonote” se hacían cordeles y reatas, que los hongos comestibles eran los que se daban en las hojarascas de los encinos, en las cortezas podridas de los “jonotes” y el hongo del rayo, que era muy grande y que brotaba según las creencias en donde caía un rayo. Me comentó que con las manchas rojas que se veían en los troncos de algunos árboles, se podían pintar los chicles. Esto era que al estarlo masticando ya suaves, se pegaban a esas manchas para que absorbieran el colorante natural que producían estos hongos microscópicos, luego se volvía a masticar el chicle y al contacto con la saliva, se pintaba la goma de un color rosado muy agradable a la vista, casi del color de la carne. Mas adelante me mostró la variedad de barros que existían por el camino y para qué servían. Había un barro gris, otro amarillo, uno rojo otro negro.
Me enseñó lo que según él era una mina de carbón de piedra, rascando con la punta de su machete logró sacar pedazos de un material negro acristalado, que en partes conservaba pequeños cadáveres de cangrejos y conchas marinas; todo esto lo hizo con bastante buena disposición, mientras avanzábamos lentamente por la brecha que bordeaban árboles y peñas enormes. El paisaje era lujurioso, feraz, en parte intimidador, ya que los árboles cubrían todo el ambiente y de ellos colgaban muchos bejucos y raíces, que para mis ojos fantasiosos semejaban enormes y amenazantes reptiles o laberintos de increíbles formas e interminables rutas. Las raíces de algunos árboles abrazaban con afecto y pasión a las gigantescas y deformes rocas, aprisionándolas como si fueran resbalosos tentáculos de seres mitológicos, raros y extraños.
En las ramas de los árboles y en sus troncos se afirmaban infinidad de helechos de frondosas y grandes hojas, brillantes unas, otras con perforaciones; más todas con raras formaciones que les hacían parecer fantásticas alas de aves exóticas y extrañas.
Así íbamos por la trocha. Don Valde de vez en cuando se detenía para que el caballo tomara aire, el animal resoplaba y el sudor le producía espuma que sobresalía entre el cincho y la carona; el aliento del animal movía las matas de hierba que se encontraban cerca de él, mostrando con ello el esfuerzo que hacia al ir caminando por la empinada cuesta que se apercollaba entre rocas y detritus vegetales.
Subíamos casi en vertical, ya que por esa parte, el camino pasaba por un cantil, (la ventana del diablo).
La brecha caracoleaba entre las peñas y los árboles, nos goteaba agua de las hojas de los “chapis” y de las “piñanonas”. En un escurriderito volvimos a refrescarnos, captando el agua directamente sobre nuestras bocas, nuestro calzado se llenaba de barro rojo, pues estábamos casi saliendo a la cima. Esta tierra roja era  el preludio del terreno que nos antecedía, pues el rancho de Don Valde, está situado en una meseta hermosa, que se adornaba con suaves lomas cubiertas de encinos, “Tesmoles”, “cedros”, “caobos” e “higueros”, que en sus ramas tenían mechones largos y dolientes de “heno” (pascle), además que se ufanaban de presumir infinidad de helechos (Bromelias) de los que yo llamaba ”gallos”, que eran una especie de pequeños magueyitos que se enraizaban en las ramas de todos los árboles.
Todas las suaves lomas estaban cubiertas de grama natural, así como matojos de sacáte “guinea” y de algunas matas de capulín “pisclillo”.
Sobre los follajes de los árboles, se agrupaban parvadas de “torcazas” y en sus troncos anidaban cotorras y “picorreales” en gran profusión. Don Valde me explicó, que en los tiempos de antes llegaron a existir Loros y Pericos, pero que estas especies habían emigrado ya hacia otros espacios más habitables para ellos. Al continuar caminando entre los árboles y las acagualeras nos topamos con unos de sus vaqueros, que arreaban una punta de vacas y becerros, entre los que se destacaba un gran toro “cebú” “careto”, todo el cuerpo del animal estaba cubierto de pelo negro y brillante, solo en la jeta y en los genitales tenía pintas blancas, en los cuernos, este toro tenía su principal característica. Uno de ellos, el del lado izquierdo, apuntaba hacia abajo, por lo que el vaquero al ir arreando a la manada, azuzaba al toro que iba de puntero; gritándole ¡toro gacho! ¡Ua ua uauaaaaa!
Nosotros les acompañamos un trecho, pues pronto llegamos a un corral que estaba ubicado cerca de un arroyo, al que rodeaban grandes árboles de entre los que distinguían, una enorme “Ceiba” y dos “cedros” pelones, ya que en esa temporada éstos estaban en plena floración.
Don Valde se bajó del moro, al que amarró a uno de los postes del corral; le aflojó la montura dándole a ésta una sacudida. Se quitó las espuelas, las que dejó amarradas en los tientos de la silla, y se dirigió luego a uno de los grandes cedros y entre su tronco, que luego descubrí estaba hueco, dejó guardado el rifle, que no había usado en todo el camino, pero que nos había acompañado en todo el tramo con su azulada presencia.
Ya todo el ganado estaba dentro del corral, que estaba dividido por la mitad exactamente por una manga o embudo. Corral alargado que tenía precisamente  la forma de un embudo. A este pequeño corral se traían los animales para poder revisarlos, curarlos, cortarles los cuernos y colas o purgarlos individualmente.
Don Valde dio instrucciones de cortar a los toretes, esto era, separarlos de los demás. Los toretes eran los animales machos que tenían como dos años y medio de edad y por lo tanto ya eran capaces de  comenzar a cubrir (montar) a las vacas y a las terneras. Ya separados estos animales, se comenzaba el delicado y arriesgado trabajo de lazarlos de la cabeza, o de preferencia de media cabeza para que no se ahogaran, atarlos al bramadero y luego alguien de a caballo, pialarlos, para tumbarlos, estirándolos fuertemente para que Don Valde, les capara cortándoles con su navaja los testículos. Esta operación era singular y delicada, había que tener buena mano, decían, para ser capador. Yo me fijé como Don Valde se agachaba junto del animal tirado y con sus manos le agarraba ambos testículos al torete, empujándolos hacia dentro del animal, jalando el cuero de la bolsa para abajo, sostenía el cuero así arrollado con la mano izquierda y con la derecha tomaba su navaja y de un fuerte tajo cortaba un pedazo de cuero de la bolsa testicular.
Los testículos brotaban blancos y sin sangrar. El pellejo sobrante lo lanzaba a un lado, donde no faltaba el perro de algún vaquero que lo cachaba en el aire y se lo engullía, mientras la operación continuaba. Con la filosa navaja, practicaba un suave tajo sobre la siguiente capa del tejido que protegía a los testículos, descubriendo los conductos superiores, trozaba las venas más gruesas y las delgadas las jalaba fuertemente con ambas manos hasta reventarlas. Yo, en un cubo les auxilié recogiendo las “criadillas”, ensangrentándome las manos y los pantalones. A la herida del animal se le aplicaba un medicamento cicatrizante y ya.
Luego con un trozo de madera dura y un machete bien filoso, se les trozaban las puntas de los cuernos, para que cuando se pelearan con sus compañeros no se hicieran daño, esta actividad era mi preferida, pues me llamaba mucho la atención mirar como, los ahora novillos, se levantaban después de la operación y caminaban medio entumidos y doloridos, aventando chorritos de sangre por las puntas romas de sus cuernos.
Yo me cansé pronto de tanto traqueteo y me trepé sin pena ni gloria a una de las cercas del corral, a observar como Don Valde trabajaba, haciendo las actividades más duras y difíciles con una facilidad asombrosa, sus manos eran robustas y fuertes; al operar a los animales lo hacía con delicadeza pero con la firmeza del experto. Le observé curar dos que tres animales con heridas infectadas y ya con gusanos, con una hierba silvestre llamada “berenjena”. Les limpiaba la herida perfectamente, abriendo un cajete hasta descubrir la carne viva, picaba con sus rudos dedos y sobre la palma de una de sus manos, las hojas de esta hierba, haciendo una pasta a la que agregaba un desinfectante químico y con esta mixtura taponaba el agujero de la herida, apretaba fuertemente para que no se cayera, luego agarraba majada fresca y con ella embarraba toda la herida por encima cubriendo con esto cualquier resquicio, lo que evitaba que las moscas “creceras” depositaran sus huevecillos nuevamente sobre la herida.
Se reventaron varias reatas al realizarse los píales, Don Valde las compuso haciéndoles nuevamente las gasas y así noté que no había actividad dentro del trabajo realizado en estas faenas, que Don Valde no corrigiera e hiciera mejor. Su voz grave resonaba en el ambiente dando instrucciones rápidas y precisas; el trabajo se realizó por lo tanto con premura y eficiencia, lo que permitió terminar luego, aunque ya para estas horas era tarde, pues no hay horas más rápidas que las que se pasan en actividades rudas y agradables. Yo le grité a Don Valde -¡ Ya me voy !- Pues todavía tenía que cortar algunos maderos secos y con ellos llegar a la casa, cumpliendo con esto lo prometido a mi mamá, llevar leña para el fogón; Así que tomé rumbo al pueblo, por el mismo camino, solo que ahora sin compañía, más con la alegría de haber pasado una jornada agradable y de gratas experiencias, que me enseñaron cosas que yo en ese tiempo juzgaba importantísimas, pues me hacían sentir más varón, más hombre, además que conocí en su propio ambiente, a uno de los personajes más atractivos de mi pueblo, un ser que yo juzgaba como prototipo del vaquero Huasteco.



Xalapa, Ver. Octubre de 1994.







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