sábado, 8 de junio de 2013

“EL TATA”
        
Lo mire resbalarse por la brecha del talud que daba al arroyo, como un tronco seco aventado por un leñador apurado, tosco, tieso, rustico en su persona, desarrapado y musgoso, alborotado su largo pelo canoso lleno de hojarascas y restos de maleza, lo que le confería una personalidad única. Se apoyaba en una larga vara que le servía de cayado o largo bastón, con el que buscaba al bajar por la pendiente a trompicones, sostén entre las redondas piedras que sobresalían de la vereda inclinada, como escamas de algún misterioso animal insólito, que quisiera romper su cascarón hecho de tierra café. Portaba unos guaraches de correas verdosas por lo viejas, que se enredaban sobre sus tobillos como bejucos de barbasco, apretando sus mecas y flacas piernas, donde se notaban las manchas pringosas de la mugre acumulada. Un sucio y desgarrado calzón se le guindaba de la cintura rumbo a sus desgarbados miembros inferiores, zancudas extremidades que trasladaban su flaco cuerpo, como quejándose de trasportar tan precaria carga. Su camisa deshilachada, imitaba el color del polvo que levantaba con la punta del báculo, y que se asentaba sobre toda su persona aumentando esa borrosa fantasía que le confería una imagen de fantasma gris.
         Llego a la orilla y busco una gran piedra para sentarse. Piedra que lucía manchas blancas de residuos jabonosos, ya que las utilizaban las lavanderas hacendosas de la comunidad, para los fines normales de la limpieza de las ropas. Introdujo sus flacos y sucios pies en la translucida corriente, tallándoselos delicadamente con sus alargadas manos de uñas larguísimas, curvadas indistintamente para rumbos diferidos, que era como tener unos garabatos trepados en sus falanges huesudas y artríticas. Se salpico la cara de donde se desprendieron costras de polvo viejo, que mancharon más su sucia y casi deshecha camisa. Este lodo resbalo rumbo a su hundido pecho formando una lechosa y ocre corriente que escurrió entre sus piernas mientras continuó echándose agua con sus manos, mojándose todo el rostro y la cabeza donde se alisaban sus crenchas canosas, pegándose a su cráneo y cara, simulando el rostro inmutable de un ídolo abandonado. Así estuvo por un buen rato, dándome oportunidad de observarlo a placer, a través de las guías de bejuco que se desguindaban de las peñas buscando la humedad del arroyo, donde andaba pescando sardinas y charales, con un despojo de tela mosquitera, en uno de mis recorridos acostumbrados en busca de experiencias nuevas.
         El anciano aquel se levantó trabajosamente de la orilla del riachuelo, y apoyándose en su largo bastón, avanzó por el caminillo rumbo al pueblo escurriendo goterones de agua pringosa, lo que le confería una imagen sarcástica y rara, burda caricatura de una fantasma ridículo, irrazonable efigie rondando los límites de lo inadmisible. De estas observancias comienzan siempre las leyendas.
         Le seguí de lejos captando todos sus ligeros movimientos, pues parecía que la menor brisa le moviera, tratándo de arrancarlo de la tierra para llevárselo hacía lo ilusorio y mítico. Cruzó a trompicones el otro brazo del arroyo, colisionando con las verdes piedras que querían impedirle su avance, como negándole el acceso a la comunidad, como sabiendo que abriría un abismo entre lo verídico y lo soñado, entre el cuento y la verdad. Lo que fue muy cierto, pues a partir de su llegada, se abrió en mis perspectivas un nuevo mundo. El Mundo de la fantasía.
         Recorrió unos cuantos metros más, hasta topar con la cerca de tablas que circundaba la casita abandonada, que hacía poco habitaba la familia de mi pequeño amigo homosexual, ahí se recargo y lentamente fue resbalando hasta quedar sentado. Con los pies estirados y los ojos cerrados, respirando a pausas lentas, con su báculo atravesado sobre sus piernas, formando una cruz de doble travesaño, como símbolo fluctuante entre lo cabalístico y profano, entre lo místico y lo corrompido.
         Me le acerqué curioso, notando en se pecho hundido el latido de su válvula cardiaca que tremolaba sincopada arrítmicamente. Un largo y lacio bigote se le desparramaba sobre las comisuras de su boca reseca, entreabierta, donde se le notaba una dentadura completa pero amarillenta, de recias piezas anchas, semejantes a granos de una mazorca. Me acuclillé frente a él, para observarlo a placer, escuchando su baja respiración que sonaba como cuando el arroyo va crecido en el tiempo de aguaceros. Era un runn-runn calmado y terco, que indicaba que estaba vivo. Corrí rumbo a casa entrando a la cocina y tomé un gran vaso de cristal sirviendo en el, leche hervida, y tomé del Jomóte un puñado de frescas tortillas, que le lleve ipsofácto a la aparición aquella.
         Al llegar nuevamente junto a él, le empuje el hombro derecho con la mano, para despertarlo o ponerlo sobre aviso. Cosa que hizo abriendo los ojos sin moverse, observándome como de lejos, con su mirada perdida, de ojos cafés brumosos, de esclerótica amarillenta, jaspeada de motas oscuras, como esas manchas que tienen los huevos de las Tuyonas. Poco a poco centró su mirada y notó el vaso y el puñado de tortillas. Tomo la leche dando unos cuantos tragos gordos, atragantándose un poco. Luego se comió despacio las tortillas, masticándolas de una en una, con rítmica y pausada acción. Sin hablar, solo observándome con paciencia y sin mover más que sus quijadas afiladas y huesudas. Acabó de beber la leche sorbiendo el poco de espuma que rebosaba del manchado vaso, con glotonería y placer. Luego, sin hablar, se acomodó y se quedó profundamente dormido, pues le noté su respiración acompasada y calma. ¿Y este? Me dije. Tomando el vaso vacío y marchando rumbo a mi casa.
         Con el traqueteo normal de mi vida, se me olvido el espantajo viejo, abandonado en la casa solitaria, por todo el resto del día. Al amanecer del otro día, lo primero que se me vino a la mente fue. ¿Y el viejo? Y volado me levante de la cama que compartía con mi hermano mayor. Atravesé el patio rumbo a la casa abandonada, que estaba situada a un lado del gran terreno donde se ubicaba la nuestra. Pasando por el lugar donde pernoctaban las cabalgaduras que montaba mi padre, y que olía a pastura achicalada, cosa que me agradaba, pues presagiaban paseos y aventuras. Con el corazón en vilo puesto que creía que ya no iba a mirar nuevamente al viejano aquel. Pero, ¡Ahí estaba! De pie y bajo un árbol de Guanábanas, comiéndose una recién caída y bien madura. Con su largo bordón recargado entre su brazo izquierdo, y relamiéndose su largo y canoso bigote. Sus largas uñas no le estorbaban, al contrario las usaba como artilugio para llevarse la pulposa fruta a la boca. Con algo de temor me le acerqué, observándole curioso, dejando que acabase de comer la fruta. Luego ya con cierto valor le interrogué.
         — ¿Señor, señor? ¿De dónde viene? ¿Tiene hambre? ¿Quiere comer algo?
         Mis palabras se alargaron como el hilo de un papalote al elevarse, guindándose en el silencio de la madrugada.
         El extraño viejo aquel, solo me observo como a la distancia, y se siguió chupando sus largas uñas curvadas y sucias, de donde escurría el lechoso jugo de la guanábana.
         Y yo.
         — ¿Quiere más leche? ¿Más tortillas?
         El, se limpio sobre su pringosa camisa sus agarrotadas manos, y caminando algo torpe, se volvió a resbalar contra las tablas de la cerca de la casa, hasta quedar sentado en el polvo, con los pies estirados en donde sobresalían sus cuerudos guaraches, agrietados y resecos. En sus tobillos se le hacían costras de mugre y suciedad. Su largo calzón amarillento y desgarrado mostraba las características cintas con las que se debería amarrar la prenda y que lucían podridas y rotas. Se sujetaba el calzón a la cintura, con unas tiras de bejuco aún verde.
         De repente de sus agrietados labios brotó esta pregunta.
         — ¿Niño, tu quien eres? ¿En dónde estoy?
         Su voz era calmada, como esa brisa de Abril que por las tardes nos trae tranquilidad y promesas.
         Y luego.
         —¿Qué hago aquí? ¿Quién soy? ¿Porque estoy viejo?
         Me le quede viendo extrañado por sus raras preguntas. Contestándole.
         —Ayer le traje de comer, leche y tortillas. ¿Quiere que le traiga más?
         Tallándose la boca con el dorso de una de sus manos, me dijo.
         — ¡Muchacho! ¿Qué hago aquí? — Me siento tan cansado. Me duelen todos, los huesos. Y tengo mucho sueño.
         Mientras se hacía más chiquito como buscando comodidad para dormirse.
         Así lo deje, dormido y recargado en la pared de tablas.
         Regrese a casa para almorzar en la cocina en compañía de Doña Juanita. Sirvienta que me profesaba un cariño especial, chiqueándome con sus arrumacos y atenciones, que a mí me encantaban, pues abrasarla significaba perderme en aromas de tortillas recién hechas, leche hervida, natas, mantequilla, anís, piloncillo, todos estos aromas naturales y normales de una cocina pulcra y bien surtida.
         Al llegar mi madre a la cocina, le dije.
         — ¡Ma! Hay un viejito allá en la casa de tablas. La que era de Don Aurelio, le quiero llevar de comer, pues no tiene quien le dé. ¿Me dejas llevarle?
         Doña Laura, mi madre. Sonriente y sin preguntar nada, asintió inmediatamente, pues su religión, la Adventista, promueven la limosna y el ayudar a los desprotegidos.
         Doña Juanita en una limpia servilleta, puso un buen pancle de tortillas, un trozo de queso fresco, unos chilitos verdes y envolviéndolo todo muy bien me lo dio, para llevárselo a mi protegido.
         Raudo y veloz, corrí rumbo al viejillo aquel. Llevándole según yo, la salvación, pues se me figuraba moribundo de hambre y de sed.
         Le desperté nuevamente para mostrarle mis potajes. Luego se enderezó tomando la servilleta que le ofrecí, y desenvolviéndola para apreciar lo llevado. Y sin más comenzó a ingerir el queso, las tortillas y los chiles.
         Así le llevé de comer y cenar pos tres días, antes de que pudiésemos conversar plenamente. A esas alturas, me hacía acompañar por dos de mis mejores cuates de aventuras y correrías. Arcilio y Venancio, hábiles cazadores, vivaces camaradas y lo principal, valientes ante lo desconocido, astutos, animosos, amigos sobre todo. Con esa hermandad de los sagaces, de los colegas. Los tres, “La trinca infernal” como nos conocerían todos los bicharracos de los alrededores de pueblo. Pues no dejábamos mocho sin cabeza, en nuestras correrías. Los tres curiosos por lo que nos pudiese contar nuestro protegido. Quien de repente se soltó contándonos su vía crucis.
         Con su voz crispada y tembleque nos comenzó a narrar su rara aventura.
         —Jóvenes, dijo, después de saborear los potajes llevados.
— Jóvenes. Me siento algo raro, cansado y agotado. No alcanzo a ver bien. Veo borroso. Nada más quiero estar sentado. Y tengo mucho chorrillo. (Diarrea) ¿Por qué me pasa esto? Si apenas ayer estaba con mi mujer y mis hijos en mi casa. Yo soy de Huilotla. De por allá de por “La Pimienta, pegado al río.
         Nos miramos extrañados, pues no conocíamos tales nombres. Pero nuestro silencio le animó a seguir contando.
         —Salí de madrugada rumbo al voladero en busca de bejucos para hacer mis redecillas y huacales. Qué por cierto, ¿Donde están? Rebuscando a los lados de donde estaba sentado, con sus ganchudas uñas, arañando el polvo.
         Mientras le mirábamos curiosos y extrañados.
         — Llegué al filo del cantil y comencé a desgajar el bejucal; que se pega a las peñas coloradas. Trepándome para desguindar los más largos. Que son los que me sirven más. Cuando destapé un agujero en las piedras. Agujero en el que me metí gateando, para ver que había adentro. No me metí mucho, pero pude pararme dentro de aquel hueco. Había muchas telarañas y pashcle podrido, que zarandeé a ver si encontraba algo. Estaba prieto el ambiente. Al no encontrar nada, me salí a la luz. Y cuando salí me sentí como ahorita. ¡Cansado y Viejo! Todo barbón y greñudo. Y me vine casi arrastrando rumbo abajo, por la ladera y entre el monte. Hasta llegar al arroyo, de ahí aquí. — Pero tengo mucho sueño. Y se volteo hacía la pared de secas tablas, comenzando a roncar inmediatamente.
         Mis compañero y yo, nos retiramos a nuestras funciones, poniéndonos de acuerdo para ver al viejano aquel, por la tarde, cuando le volvería a traer de comer.
         El tiempo se nos pasó como la luz, así es en la niñez, raudo y veloz, y nunca nos alcanza. Entre ve, corre y dile, entre esto, lo otro y aquello, entre voy y vengo, las horas son solo fugaces sombras que ligeras se embrollan con los quehaceres, arrastrando sin bártulos nuestro espacio. El tiempo, ciclo sin preámbulo, sin prólogo y prefacio, solo nítida corriente progresante que sin pena ni gloria avanza.
         Ya oscurito, llegamos a ver al viejito aquel. Yo con mi servilleta donde portaba los alimentos y mis cuates con los ojos muy abiertos y las orejas más. Queríamos que el raro anciano nos contase más de su historia.
         Bajo el alero de la abandonada casa, estaba tirado y tieso nuestro visitante. Le notamos extrañamente rígido. Reseco como tallo de maíz. Cubierto de polvo y telarañas, acurrucado como si buscara calor entre sus ajados y marchitos miembros posteriores. Una baba espesa le escurría de sus pálidos labios, lo que le daba una apariencia de abandono e incuria.
         Mis amigos y yo, nos quedamos estáticos y asombrados ante tal imagen. Una especie de desgana y apatía se me encimó matando mi alegría. Callados nos retiramos a avisar a la casa la muerte del viejo. Ninguno se espantó ante la muerte del personaje. Cosa rara, nos lo preguntamos después. Debimos de habernos espantado al mirar a la muerte cara a cara. Pero extrañamente algo nos ocurrió, tal vez pena, vergüenza, o cobardía, para que nos retiráramos en silencio y sin aspavientos del cadáver yerto del anciano visitante.
         Luego que les preguntamos a las gentes grandes sobre este insólito caso. Don José Gaona, sabio narrador de leyendas y mitos nos explicó.
         — Este Señor entró a la cueva del encanto. Esa gruta está perdida allá en la peña Colorada. (Cerro que esta siempre vigilante, parado. Extático y firme guardián de los sueños insólitos y apacibles de los oriundos de María Andrea)
         Se dice, que solo la encuentra quien lo desea. Que quien la busca con ansia no la haya nunca. Y que el que se mete en ella se le pasan los años en segundos. Entras niño y sales viejo. Entras hombre y sales anciano. El tiempo dentro de ella no cuenta, se pasa, solamente se pasa
         Don Agrícolo Torres, viejo ejidatario del rumbo de “La Reforma” comunidad aledaña al pueblo, quien era sabio en tradiciones y ritos, nos abundó narrándonos infinidad de anécdotas sobre el tema de la cueva encantada que se encuentra en “La Peña Colorada” Cueva que se tragaba a los hombres devolviéndolos viejos.
         Doña Andrea Escudero, abuela de uno de mis contertulios. Viejita arrugada y tierna, nos contó, mientras saboreábamos un rico y caliente atole de Tamarindo, que gentil nos invitó, que uno de sus tíos aviase metido alguna vez a la tal cueva del encanto y que lo enterraron de 35 años pero con la apariencia como de 85, que todo barbón y arrugado se murió a los pocos días de habar salido de la tan mentada cueva.
         — Cueva que existe. Nos dijo. — Allá, allá por la Peña Colorada, del municipio de Jalpan. Y Huilotla y “La Pimienta” fueron comunidades antiguas que ahora ya no están. Huilotla ahora es Zoquiapan, Y “La Pimienta” paso a ser Piedras negras. Así cambian las cosas con el correr de los años.
         —Mis niños, qué no han visto como el río y la arroyo, hay veces pasan por un lado y pa`l otro año, agarran otra corriente. Así pasa con los pueblos y las gentes, van cambiando sus corrientes de acuerdo al clima, de acuerdo al vivir.
         Las voces de mis gentes ancianas, las gentes de experiencia, me siguieron contando historias pasadas, leyendas de mi tierra, que iré narrándoles conforme me valla acordando al ir transitando por este camino tortuoso de mi éxodo, de mi traslado sin fin, de mi viaje alargado y veraz, de mi camino porfiado y necio, en fin, de mis vericuetos andados en este rumbo que llamamos vida. 

















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