EL BESO
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era casi niña, de pelo largo y ondulado color café claro, ojos luminosos
enmarcados en unas pestañas chinas y abundantes. El óvalo de su rostro era
agraciado y pálido. La nariz respingada, le daba un aire de pilluela traviesa.
Sus labios eran gruesos y bien delineados, principalmente el labio inferior que
se le distinguía por su forma abultadita y oferente. El labio superior se
adornaba con un pequeño lunar negro que se le distinguía del lado derecho y que
se avivaba haciendo señas cuando sonreía.
En su dentadura del lado izquierdo en uno de sus colmillos,
brillaba una leve coronita de oro blanco que iluminaba con sus destellos su
franca risa.
Ella era espigada y esbelta, sus senos apenas brotando se
insinuaban aquella vez, bajo una ligera blusa color verde oscuro y sus caderas
rotundas para su edad, abombaban una faldita corta color naranja. En su mano
izquierda portaba un anillo con brillantes piedras rojas y en la derecha lucía
otro mas con una gran piedra azul.
Sus piernas largas y bien torneadas se veían frescas y
limpias. Sus pies pequeños se resguardaban de los guijarros de la calle con
unas sandalias blancas de piel.
Yo en esos tiempos era un mocetón de dieciséis años, que
trabajaba con gusto en la casa de mi padre, haciendo innumerables quehaceres
para cooperar en el mantenimiento de normal del hogar. En la gran casa de
madera en donde había nacido, se desempeñaban labores muy variadas, desde
barrer, atender a los clientes, pues había tienda de abarrotes. Elaborar
paletas y barras de hielo. Fabricar tejas de cemento, bloques, celosías,
macetas y maceteros. Cuidar cerdos, gallinas y conejos, así como caballos que
se utilizaban para las labores del rancho. Y atender desde las cuatro y media
de la mañana, un molino de nixtamal. Cosa que realizaba aquella mañana cuando
conocí a la niña descrita.
Ella con coquetería natural, despertó mis instintos
primordiales sin ningún esfuerzo y en menos de tres días, ya era mi cliente más
asidua, pues venía a platicar conmigo acompañando a sus amigas y primas cada
vez que podía ante la ventana del molino de nixtamal.
En menos que canta un gallo, en una visita de esas me le
declaré, notando en sus ojos la inmediata aceptación, aunque me dijo el si, dos
días después de mi arrebato. Más el ser novios, ella una pequeñuela y yo un
larguirucho mozuelo, como que no se veía bien. Mas nos gustábamos y ella era
una mujercita hecha y derecha para su edad. Con sus sentidos despiertos y
avivados por el clima tropical y sensual de la región, pues venía de una ciudad
que se distinguía de todas por producir ardientes fumarolas (quemadores) que
ardían todo el día calentando y avivando caracteres y cuerpos de sus
habitantes.
Yo discreto y tímido. Ella ardiente y audaz. Yo romántico y
soñador. Ella práctica y decidida. Ambos apenas hechos el uno para el otro, en
aquella pequeña sociedad pueblerina, donde no existían lugares para que se
pudiera uno ver con la novia, pues en el pequeño poblado donde residíamos,
apenas había luz eléctrica en algunas casas. Luz que proporcionaban unos motores
de combustión diesel. No contábamos con banquetas en las calles. El terreno que
habría de ser hermoso parque en el futuro, apenas era un llano en donde pastaban
los burros, caballos y cerdos. Más existía un mercadito de casuchitas con
techos de láminas de cartón y junto de este pequeño mercado, frente a la
carretera federal que pasaba bien en medio del poblado, se amontonaban una
hilera de negocitos, changarros, cantinas y carnicerías que ofrecían sus
variadas mercancías a los viajeros que pasaban por la vía asfaltada que
comunica a Tampico con la capital de la República.
La niña hermosa, mi novia. Me citó una tarde en el mercadito
aquel, detrás de la hilera de casas que estaba enfrente de la carretera. Ya que
ella iría a comprar el pan a una de ellas. Más de regreso a su casa, en vez de
irse por la parta de enfrente, pasaría por atrás donde yo le estaría esperando.
Así quedamos aquella vez, era una tarde de verano calurosa
y rojiza, pues el sol ya se estaba poniendo. Sin prisas y algo nerviosón, me
encamine angustiado al lugar de mi cita, en mi mente surgía la pregunta ¿Que
voy a hacer cuando me encuentre con ella frente a mi y a solas? ¿Que pasará?
Aunque antes de salir de la casa le pregunté a mi hermano mayor, el brete en
que me encontraba. El, sonriendo y algo burlón me dijo:
-Como eres menso carnal, pues la abrazas y la besas.
Yo, que jamás había tenido una experiencia de esas, con
inocencia, todavía me atreví a preguntarle.
- ¿La beso en la boca?
-¡Pues claro babas, en donde mas!
-¡No mano, me va a dar asco!- Me llenará de babas. Le dije.
-No seas Guey mano, pero primero pruebas y luego me
cuentas, a lo mejor no te gusta como besa.
En eso iba pensando cuando llegué al lugar citado. Todavía
se alcanzaba a ver a lo lejos, pues la tarde se alargaba y el sol no se ponía
del todo.
Recargado en uno de los horcones que sostenían uno de los
tejabanes del mercado, miraba rumbo a la casa de mi novia, cuando la vi
asomarse a su ventana y mirar rumbo donde yo me encontraba. Me hizo directa con
su cabeza
- ¡Quihúbole! Y me sonrió coqueta.
Al poco rato la vi salir altiva y alegre rumbo al mandado.
Llevaba en la mano una bolsa y en su sonrisa el brillo del oro blanco de la
alegría.
Se dirigió salerosa y decidida y a cada que pasaba frente
de una de las casas, volteaba a mirarme por entre el espacio que existía entre
casa y casa, ya que yo la iba siguiendo paralelamente por la parte de atrás de
las construcciones.
En uno de estos espacios me quedé esperándola un buen rato,
oyendo las pláticas de las gentes que iban por el pan. Pasó un buen rato
mientras el cielo se iba a cada momento poniéndose mas oscuro, hasta que
completamente se hizo de noche.
De repente la vi salir con su bolsa llena de pan. Volteó
sonriente a verme y caminó hacia su casa por el mismo rumbo. O sea por enfrente
de los negocios que estaban junto a la carretera. Lugar todo iluminado. Yo la
perseguí entre las penumbras de la parte trasera de la hilera de negocios y
changarros. Ella igual que antes volteaba sonriente cuando me alcanzaba a
distinguir entre las casas. Dos casas antes de llagar a la calle, se desvió
segura y sin miedo hacia mí, que me quedé helado y sorprendido. Atravesó ligera
el oscuro corredor y tomándome la mano me llevó con premura a la oscura
protección de las sombras de los techos de las casitas del mercado y sin más ni
mas, se arrimó ufana a mi cuerpo, buscando con su boca mi boca y con su mano
libre mi mano.
Yo la apreté a mi cuerpo con el otro brazo, confundido y excitado,
gozando al máximo el íntimo contacto corporal. Su nariz respingada se frotó
contra la mía cariñosa y buscadora. Sus pestañas rozaron mi mejilla con un leve
cosquilleo electrizante. Sus mejillas buscaron las mías con hambre de cariño y
sus labios se deshicieron en los míos fundiéndose en una profunda comunicación,
dejándome con el sabor de su saliva, cristales derretidos, miel de abejas,
nieve delicada, dulce néctar, suavidad excelsa y un exquisito vaivén en las
venas.
Cuando me di cuenta ella se iba dejándome atolondrado y
tembloroso. Vi su ligera silueta perderse en la penumbra caminando rumbo a su
casa, mientras yo me recargaba casi desfalleciente en la reseca pared de uno de
los changarros del oscuro mercado.
Cuando llegué a casa, mi hermano al notar mi sonrisa y el
brillo de mi mirada, me dijo:
-¿Quihubo Gallo, se te hizo la cosa verdad?
Yo ni le contesté, la emoción y el placer se me amontonaban
en el rostro como arroyos crecidos. ¡Por fin había besado a una mujer en la
boca! Y me había encantado la experiencia. Misma que se volvió a repetir cada
que hubo una oportunidad. Ahora al pasar de los años, no niego que he
experimentado mayores y mejores placeres. Que he besado infinidades de bocas. Bocas
de mejores labios y mayores experiencias, mas la frescura, ternura y audacia de
esos primeros besos, jamás los he olvidado y son parámetro de comparación de
los nuevos besos que voy probando en mi loca carrera por encontrar lo óptimo.
Xalapa
Ver. 29 de noviembre de 1996.
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