EL BAILE
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e realizó en el
patiecito de la casa, bajo de una hermosa palmera que estaba protegida por un arríate
de piedra. Por el lado de la casa un corredor rodeado por un barandal de
ladrillos sobre los que como soldados en fila, lucían infinitas macetas de
geranios, margaritas, violetas, hojas de forma de corazón de colores variados y
helechos, a los que llamábamos peines o peinecillos, por sus formas dentadas y
alargadas. Alrededor del patio se lineaban sillas y bancos donde se sentaban
principalmente las chicas. Todas luciendo sus mejores galas, las que avivaban
sus encantos por lo colorido. Recuerdo a una chica que llevaba un vestido verde
tierno, de falda olanuda y que sobre el cuello portaba una escarola blanca.
Otra con la que yo quería bailar, llevaba puesta una faldita entallada azul
marino de tela brillosa, blusita color rosa con encajitos en la parte frontal
que mostraba el principio de su recamado brasiere; el talle se lo ceñía con un
cinto ancho y negro de plástico que lucía una gran hebilla dorada. Sus piernas
sin medias, eran bien torneadas y algo brillosonas por la crema que se había
untado. Su pelo basto y chino. En la sonrisa le brillaban sus dientes con
coronas de oro, moda muy común por esos tiempos. Una de mis hermanas portaba un
vestido color rosa muy bonito, de falda amplia y de cuello de forma de “V”, que se alargaba para terminar con sus
mangas que acababan en punta casi sobre sus codos. Y así todas las muchachas
trataban de vestirse lo mejor que podían, para gozar y convivir esta fiesta
tradicional en la casa de mi padre Don Valdemar.
El motivo
del baile era festejar a la niña mas querida del anfitrión, la
pequeña María Andrea.
La última rosa del jardín del propietario de la casa. La que había nacido hacia
seis años, el meritito seis de enero, día de reyes, y a la que Don Valde había
bautizado con el pomposo nombre de Reina María Andrea, sugiriendo con ello que
reinaría sobre nuestro pequeño pueblo, del mismo nombre.
Los
muchachos, todos jovenzuelos al igual que las muchachas, pues no rebasábamos
los dieciocho años. Yo apenas tenía trece en esas fechas. Recién bañados y
perfumados, peinábamos nuestras abundantes cabelleras con vaselina sólida
(cheseline) o con fijador de pelo, para que se nos pudiera armar el abultado
copete que era común usar por esos tiempos. La mayoría vestíamos pantalón de mezclilla
o de gabardina blanca o beige, camisas sueltas que usábamos por fuera de la
pretina del pantalón, de colores claros y lisos.
Sobre una
mesa de madera se hallaba una gran olla de peltre en donde se enfriaba el
preparado para tomar, que era un revoltijo de refresco de cola y ron con
abundantes pedazos de hielo. El que nos servíamos con un cucharón blanco y azul
de peltre en vasos de cristal, con el
logotipo de Coca-Cola. De botanitas y ambigú, había sobre la mesa y en platos
planos de loza, pedacitos de queso fresco adornados con una rebanadita de chile
serrano verde. Cuadritos de queso de puerco, jamón, aceitunas y rajitas de
chiles en vinagre. Para las chicas, pastelitos acaramelados rellenos de queso
con azúcar y pastas de hojaldre que Doña Laura la anfitriona, había
elaborado con anticipación para agradar
a los invitados.
En una de las esquinas del patio, se instaló la orquesta. Que
estaba formada por una sola familia de cinco miembros. Antonio (El Tonche) que
tocaba alternativamente, la trompeta y el saxofón. Enrique (El Curro), la
batería. Abacú chico, el guaje y las maracas. Ciro la guitarra y Don Abacú, el
bajo sexto, el banjo y la jarana. Instrumentos que tocaba con maestría y
fantástica facilidad. Este señor había heredado de su Papá Don Otílio
Fernández, el gusto por la música, formando con sus hijos esta pequeña y alegre
orquesta, que se distinguió esa noche animándonos con piezas rítmicas. Las
piezas que estaban de moda eran, “La Cocaleca”, “Mi cafetal”, “Nereidas”,
“Almendra” y un calabaceado que se llamaba “La Culebra”.
Yo jamás había bailado con una mujer hecha y derecha,
siempre con mis primas y hermanas, pero aquella morenita de cimbreaste cuerpo y
de alborotada cabellera me traía entusiasmado de los sentidos y mas que notaba que
al bailar, la chica aquella se dejaba “Socar” o sea que le gustaba bailar bien
pegadito.
Me anduve haciendo bolas y llenándome de botanas, sin
atreverme a dar mi primer paso para romper el turrón y lanzarme sin miedo a la
polvorienta pista de baile. La chica aquella me ignoraba por completo, bailando
con todo aquel que le solicitaba una pieza y vi que con todos se dejaba apretar
golosamente. A mi se me iban los ojos por sus caderas que enfundadas en la tela
brillosa de su falda, me parecían rotundas y cálidas.
En esas andaba, cuando se me ocurrió tomar de la charola de
las botanas un pedacito de queso fresco de las que tenían una rebanadita de
chile serrano y que me voy dando una enchilada de los mil diablos. El mentado
chile estaba repicosísimo, que sin pensarlo mucho, me serví un vaso del líquido
de la gran olla de peltre. Discretamente me tomé como tres tantos para quitarme
lo enchilado, sin pensar que el refresco estaba cargado con una buena dosis de
ron, así que al poco rato había perdido mi timidez y me hallaba bailando con la
morenita, que sin pena ni gloria se dejaba agasajar por mi persona.
Ya no tomé más vasos del preparado aquel, no lo necesitaba.
Era yo un bailarín lírico y con ritmo natural, además de desparpajado y
platicador,. Al poco rato me di cuenta que otras chicas me miraban con deseos
de que bailara con ellas, así que me dedique a gozar del ritmo con todas,
disfrutando del ambiente que ponía la orquestita aquella.
Como había menos chicas que chicos, Don Valdemar solicitó
que tocaran “La Culebra”, que era música repetitiva y muy alegre. Los
bailadores tomamos nuestra pareja y formábamos una gran rueda, tomándonos de
las manos, bailábamos al ritmo de la melodía, girando al compás, mientras en el
centro del redondel se encontraban los jóvenes que no tenían pareja, con una
escoba o con un simple palo bailando solos, mientras los que teníamos compañera
girábamos alrededor de ellos. Ellos iban mirando quien se descuidaba o que
chica les hacia una seña con los ojos o las cejas, para que cuando la música
marcaba el momento de acción, darle el palo o la escoba al descuidado bailador,
tomando entre sus brazos a la chica y zangolotearse bailando un ratito con ella
hasta que otro vivo joven te hacia lo mismo.
La música era alegre y reanimadora, además hechizante, pues
el sonido del saxofón, cuando tocaba las piezas suaves, era sensual y
erotizante. Cuando “El Tonche” se emocionaba interpretando los danzones de
moda, inflaba los cachetes y los ojos se le ponían rojos, mientras observaba
como la juventud reunida en el patiecito, levantaba el polvo al realizar los
pasos obligados de la pieza tocada.
La noche se escurrió sobre nuestra alegría, con prisas. Algunos
de los chicos mayores mostraban en sus ojos el brillo producido por las
continuas visitas a la olla sudada de peltre azul, que contenía la renovada
ración de fresco brebaje. Las chicas no dejaban una sola pieza sin bailar. Recuerdo
que había una que se distinguía por exhalar de sus axilas un olor rancio y
picoso, mas con todo y ello, se divirtió de lo lindo, pues lo que sobraban esa
noche eran galanes.
Don Valdemar bailó con su hija mayor, Laurita, dos o tres
danzones con un estilo muy especial, pues se movía sobre la pista con gracia
sin par y ritmo único. Como balanceándose sobre la punta de los pies, tomando
con delicadeza extrema la mano de la pareja.
En el cielo la luna llena, adornaba el negro manto de la
noche como un gran prendedor de plata y las hojas de la palmera se movían con
leve encanto bajo la suave brisa mañanera, cuando con tristeza comenzamos a
desfilar para rumbo a nuestras casas. Alegres, excitados y algo achispados. En
los ojos de algunas chicas se notaba el deseo prendido por el roce de los
cuerpos al bailar pegaditos, y al ir saliendo de la casa de Don Valde, se
ponían de acuerdo discretamente con su galán, para que les acompañara a dejarla
a su casa, mientras en el camino intercambiaban tiernos besos, promesas y
caricias leves. Detalles que fueron preludios en la mayoría de los casos, de
grandes romances que terminaron en boda.
Así ocurrió esa vez, cuando tuve mi primer experiencia como
bailador, aunque yo, un mozalbete esmirriado y larguirucho, solo me dirigí a mi
recamara en compañía de mis tres hermanos mayores, ya que nuestro Padre nos
tenía prohibido andar de noche. A soñar y recordar las experiencias vividas en
esa sin par noche de mi primer baile.
Xalapa,
Ver. 29 de nov/96
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