domingo, 2 de junio de 2013

EL BAILE





S
e realizó en el patiecito de la casa, bajo de una hermosa palmera que estaba protegida por un arríate de piedra. Por el lado de la casa un corredor rodeado por un barandal de ladrillos sobre los que como soldados en fila, lucían infinitas macetas de geranios, margaritas, violetas, hojas de forma de corazón de colores variados y helechos, a los que llamábamos peines o peinecillos, por sus formas dentadas y alargadas. Alrededor del patio se lineaban sillas y bancos donde se sentaban principalmente las chicas. Todas luciendo sus mejores galas, las que avivaban sus encantos por lo colorido. Recuerdo a una chica que llevaba un vestido verde tierno, de falda olanuda y que sobre el cuello portaba una escarola blanca. Otra con la que yo quería bailar, llevaba puesta una faldita entallada azul marino de tela brillosa, blusita color rosa con encajitos en la parte frontal que mostraba el principio de su recamado brasiere; el talle se lo ceñía con un cinto ancho y negro de plástico que lucía una gran hebilla dorada. Sus piernas sin medias, eran bien torneadas y algo brillosonas por la crema que se había untado. Su pelo basto y chino. En la sonrisa le brillaban sus dientes con coronas de oro, moda muy común por esos tiempos. Una de mis hermanas portaba un vestido color rosa muy bonito, de falda amplia y de cuello de forma de  “V”, que se alargaba para terminar con sus mangas que acababan en punta casi sobre sus codos. Y así todas las muchachas trataban de vestirse lo mejor que podían, para gozar y convivir esta fiesta tradicional en la casa de mi padre Don Valdemar.
El motivo del baile era festejar a la niña mas querida del anfitrión, la


pequeña María Andrea. La última rosa del jardín del propietario de la casa. La que había nacido hacia seis años, el meritito seis de enero, día de reyes, y a la que Don Valde había bautizado con el pomposo nombre de Reina María Andrea, sugiriendo con ello que reinaría sobre nuestro pequeño pueblo, del mismo nombre.
Los muchachos, todos jovenzuelos al igual que las muchachas, pues no rebasábamos los dieciocho años. Yo apenas tenía trece en esas fechas. Recién bañados y perfumados, peinábamos nuestras abundantes cabelleras con vaselina sólida (cheseline) o con fijador de pelo, para que se nos pudiera armar el abultado copete que era común usar por esos tiempos. La mayoría vestíamos pantalón de mezclilla o de gabardina blanca o beige, camisas sueltas que usábamos por fuera de la pretina del pantalón, de colores claros y lisos.
Sobre una mesa de madera se hallaba una gran olla de peltre en donde se enfriaba el preparado para tomar, que era un revoltijo de refresco de cola y ron con abundantes pedazos de hielo. El que nos servíamos con un cucharón blanco y azul de peltre en vasos de cristal, con el logotipo de Coca-Cola. De botanitas y ambigú, había sobre la mesa y en platos planos de loza, pedacitos de queso fresco adornados con una rebanadita de chile serrano verde. Cuadritos de queso de puerco, jamón, aceitunas y rajitas de chiles en vinagre. Para las chicas, pastelitos acaramelados rellenos de queso con azúcar y pastas de hojaldre que Doña Laura la anfitriona, había elaborado  con anticipación para agradar a los invitados.
En una de las esquinas del patio, se instaló la orquesta. Que estaba formada por una sola familia de cinco miembros. Antonio (El Tonche) que tocaba alternativamente, la trompeta y el saxofón. Enrique (El Curro), la batería. Abacú chico, el guaje y las maracas. Ciro la guitarra y Don Abacú, el bajo sexto, el banjo y la jarana. Instrumentos que tocaba con maestría y fantástica facilidad. Este señor había heredado de su Papá Don Otílio Fernández, el gusto por la música, formando con sus hijos esta pequeña y alegre orquesta, que se distinguió esa noche animándonos con piezas rítmicas. Las piezas que estaban de moda eran, “La Cocaleca”, “Mi cafetal”, “Nereidas”, “Almendra” y un calabaceado que se llamaba “La Culebra”.
Yo jamás había bailado con una mujer hecha y derecha, siempre con mis primas y hermanas, pero aquella morenita de cimbreaste cuerpo y de alborotada cabellera me traía entusiasmado de los sentidos y mas que notaba que al bailar, la chica aquella se dejaba “Socar” o sea que le gustaba bailar bien pegadito.
Me anduve haciendo bolas y llenándome de botanas, sin atreverme a dar mi primer paso para romper el turrón y lanzarme sin miedo a la polvorienta pista de baile. La chica aquella me ignoraba por completo, bailando con todo aquel que le solicitaba una pieza y vi que con todos se dejaba apretar golosamente. A mi se me iban los ojos por sus caderas que enfundadas en la tela brillosa de su falda, me parecían rotundas y cálidas.
En esas andaba, cuando se me ocurrió tomar de la charola de las botanas un pedacito de queso fresco de las que tenían una rebanadita de chile serrano y que me voy dando una enchilada de los mil diablos. El mentado chile estaba repicosísimo, que sin pensarlo mucho, me serví un vaso del líquido de la gran olla de peltre. Discretamente me tomé como tres tantos para quitarme lo enchilado, sin pensar que el refresco estaba cargado con una buena dosis de ron, así que al poco rato había perdido mi timidez y me hallaba bailando con la morenita, que sin pena ni gloria se dejaba agasajar por mi persona.
Ya no tomé más vasos del preparado aquel, no lo necesitaba. Era yo un bailarín lírico y con ritmo natural, además de desparpajado y platicador,. Al poco rato me di cuenta que otras chicas me miraban con deseos de que bailara con ellas, así que me dedique a gozar del ritmo con todas, disfrutando del ambiente que ponía la orquestita aquella.
Como había menos chicas que chicos, Don Valdemar solicitó que tocaran “La Culebra”, que era música repetitiva y muy alegre. Los bailadores tomamos nuestra pareja y formábamos una gran rueda, tomándonos de las manos, bailábamos al ritmo de la melodía, girando al compás, mientras en el centro del redondel se encontraban los jóvenes que no tenían pareja, con una escoba o con un simple palo bailando solos, mientras los que teníamos compañera girábamos alrededor de ellos. Ellos iban mirando quien se descuidaba o que chica les hacia una seña con los ojos o las cejas, para que cuando la música marcaba el momento de acción, darle el palo o la escoba al descuidado bailador, tomando entre sus brazos a la chica y zangolotearse bailando un ratito con ella hasta que otro vivo joven te hacia lo mismo.
La música era alegre y reanimadora, además hechizante, pues el sonido del saxofón, cuando tocaba las piezas suaves, era sensual y erotizante. Cuando “El Tonche” se emocionaba interpretando los danzones de moda, inflaba los cachetes y los ojos se le ponían rojos, mientras observaba como la juventud reunida en el patiecito, levantaba el polvo al realizar los pasos obligados de la pieza tocada.
La noche se escurrió sobre nuestra alegría, con prisas. Algunos de los chicos mayores mostraban en sus ojos el brillo producido por las continuas visitas a la olla sudada de peltre azul, que contenía la renovada ración de fresco brebaje. Las chicas no dejaban una sola pieza sin bailar. Recuerdo que había una que se distinguía por exhalar de sus axilas un olor rancio y picoso, mas con todo y ello, se divirtió de lo lindo, pues lo que sobraban esa noche eran galanes.
Don Valdemar bailó con su hija mayor, Laurita, dos o tres danzones con un estilo muy especial, pues se movía sobre la pista con gracia sin par y ritmo único. Como balanceándose sobre la punta de los pies, tomando con delicadeza extrema la mano de la pareja.
En el cielo la luna llena, adornaba el negro manto de la noche como un gran prendedor de plata y las hojas de la palmera se movían con leve encanto bajo la suave brisa mañanera, cuando con tristeza comenzamos a desfilar para rumbo a nuestras casas. Alegres, excitados y algo achispados. En los ojos de algunas chicas se notaba el deseo prendido por el roce de los cuerpos al bailar pegaditos, y al ir saliendo de la casa de Don Valde, se ponían de acuerdo discretamente con su galán, para que les acompañara a dejarla a su casa, mientras en el camino intercambiaban tiernos besos, promesas y caricias leves. Detalles que fueron preludios en la mayoría de los casos, de grandes romances que terminaron en boda.
Así ocurrió esa vez, cuando tuve mi primer experiencia como bailador, aunque yo, un mozalbete esmirriado y larguirucho, solo me dirigí a mi recamara en compañía de mis tres hermanos mayores, ya que nuestro Padre nos tenía prohibido andar de noche. A soñar y recordar las experiencias vividas en esa sin par noche de mi primer baile.




Xalapa, Ver. 29 de nov/96





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