martes, 11 de junio de 2013

XXXVIII

Mayo 12 de 1994.

Iba caminando por una vereda que se pegaba como lombriz a la tierra, por el filo de una barranca, a la orilla de un cantil lleno de árboles grandes y frondosos con sus ramas repletas de heno y orquídeas. Caminaba observando la belleza de una cascada que se adornaba con brumas blancas y variados arco iris. Cascada que murmuraba miles de ocultos nombres en sus retumbes y sonidos, y humedecía el follaje de los arbustos y de los gigantescos árboles que se pergeñaban en las laderas del cantil sobre gigantescas peñas que circundaban la caída del agua.
Avanzaba lentamente entre las sombras frescas de las ramazones de helechos gigantes y de enormes enredaderas que cubrían los troncos de los árboles. Mis zapatos se cubrían con la hojarasca que se pintaba de amarillo, rojo, blanco y negro por los millares de hongos que crecían y brotaban entre las raíces de los árboles. La hojarasca servía de amortiguadora alfombra para mis pasos haciendo que sintiese que caminaba entre silenciosas, húmedas y calladas veredas; cuando escuché un leve rumor que venía del espacio localizado a mi derecha. Volteé. Curioso deteniendo mis pasos y contemplé algo maravilloso y sorprendente. El vuelo suave y rítmico de unos pájaros hermosísimos y raros. Eran como cinco o seis nada más, de color negro brillante, sus colas larguísimas de plumas suaves y rizadas, sus ojos negros, brillantes como azabaches. Tenían todo el pecho cubierto de plumaje color rojo claro y alrededor de su cuello un collar de plumas blancas. Los vi tan fastuosos que me quedé extasiado observando su agraciado vuelo. Para mi suerte, aquellas aves se posaron a descansar precisamente en las ramas del árbol bajo del cual me encontraba parado en ese instante. Los volátiles seres aquellos no producían ningún trino, ni ningún gorjeo, mas eran tan sublimemente brillantes y se advertían tan suaves, que se me antojó acariciarlos. Levanté la mano inconscientemente para tal efecto y uno de los pájaros al presentir mis movimientos, bajó la vista hacia mí. Sus negros ojos brillaron más por un mínimo instante y con una reacción fugaz se lanzo al vacío en compañía de los demás, para remontar el vuelo rumbo a lo desconocido. Les observe con congoja como atravesaban entre las copas de los ciclópeos árboles sacudiendo sus alas y colas al impulso de sus nerviosos y espantados movimientos.

         Así se perdieron entre las frondas dejándome su recuerdo eterno. Al continuar mi camino, iba recogiendo de la vereda alfombrada por la hojarasca una que otra pluma, rojas o negras, plumas brillantes que se elevaban del suelo por la suave brisa que causaba el agua de la cascada en su caída eterna y brillaban sus rizadas espumas como si fueran las irisadas burbujas mágicas de los sueños.
Xalapa, Ver.

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