viernes, 19 de julio de 2013

DISTRITO FEDERAL


            Era el año de 1970 cuando conocí de pasada al mítico y enorme Distrito Federal,
aunque a la edad de seis años, (Nací en 1948) mi padre nos llevó anteriormente a conocerlo, en compañía de mi madre y mis seis hermanos mayores, de esa ves solo recuerdo los desayunos en el Café Blanquita, y el cuarto del Hotel, cuyas ventanas daban al área de calderas del edificio, EL Zoológico y el palacio de Bellas Artes, muy poco se que quedó en la memoria de aquel viaje realizado en 1954.
            Pero esta vez venía del Sotavento, en un camión de la línea A.U. (Autobuses Unidos) que había salido de Cosamaloapan Ver. Pasando por Tierra Blanca, La Tinaja y Córdova, y entrábamos ya de noche por la amplia avenida Ignacio Zaragoza. Yo venía  con rumbo de Toluca, lugar donde por medio de un conocido, trabajaría, siendo esta mi primer experiencia como trabajador asalariado. Yo no conocía ni Toluca ni el Distrito federal, más con audacia de la juventud me lanzaba a esta aventura. Había salido con la ilusión de comenzar a hacer dinero, con el solo hecho de una recomendación verbal salida bajo el amparo de una conversación ligera, tenida con un señor que conocí casualmente en un bar, cantina llamada, “El Pampanito” lugar al que yo le proporcionaba atención personalizada, puesto que vendía del negocio de mi hermano Marco Aurelio, la pomposamente llamada “Central licorera del Papaloapan”  vinos y licores para despachar al copeo.
            Esa ves recargado en la barra del bar y platicando con su propietario, un señor flaco y güero muy simpático y platicador, al que le relataba mis ganas de correr por el mundo y conocer otros lugares. A un lado mío, otro señor tomaba tranquilamente sus copas, escuchando atentamente la plática, entre yo y el propietario del pampanito. Esta persona era morena, de pelo negro y ensortijado, dentadura blanca y ropas del mismo color, que sin pensarlo dos veces se introdujo de sopetón en nuestra conversación, proponiéndome sin más, que el podría recomendarme a un trabajo, que hacía poco se había comunicado por teléfono con uno de sus hijos que trabajaba en la capital del Estado de México, Toluca, y le había solicitado le recomendara gente de confianza para trabajar con el allá.
            Yo, luego me aceleré que le dije.
            - Pues si es así, no sea malo, recomiéndeme con el, puyes ya  no me aguanto las ganas de irme de aquí, quiero buscar mi fortuna por otras latitudes.
            El señor aquel, sonriendo por mi arrebato me dijo en su muy personal estilo de
hablar.
- ¡Pero o`jlleme cabro`nj! ¡E´jta seguro que quiere trabajá! ¡Porque cuñáo, en Toluca dice mi hijo que hace un frío de la Rechingá!

-No mi amigo. – Le contesté. – Usted recomiéndeme y le quedaré agradecido por sus atenciones.
Esto decía mientras le indicaba al Güero, le sirviera otra copa al personaje en cuestión.
- ¡Bueno cuñáo! ¡Haber piche pámpano, pre` jtame tu bejuco (telefono) y marca e` jte numero de Toluca!

Y así, sin pensarlo dos veces me lancé a la aventura ese mismo día, llegué a la casa y sorprendiendo a mi hermano Marcos, le puse al corriente de mi decisión, mientras empacaba en dos cajas de cartón mis pocas pertenencias, me enjaretaba mi sombrero y jalando mi único suéter le decía.
- Me voy compadre. Me voy a Toluca, ya tengo trabajo, nos vemos.
- Pero ¡Óyeme cabrón! Pues que tanta pínche prisa.
- Es que me están esperando desde ayer.
Y me fui, y ahora iba entrando ya de noche por la enorme avenida llenándome los ojos con la infinidad de luces y brillos de reflejos, diciéndome interiormente.
-¡Que ciudad tan enorme!
Pues avanzábamos y avanzábamos en el Autobús  y solo veía pasar y pasar casas y autos, puentes peatonales y calles y nunca llegábamos a la terminal. La ciudad para mis ojos era gigantesca y hermosa, un nacimiento de Navidad enorme y enredado, un amontonamiento de joyas resplandecientes y un laberinto formidable de sonidos y luces que mareaban.
Con el rostro casi pegado al cristal de la ventanilla del Autobús la que se empañaba por el vapor de mi respiración, observaba con atención todo el caleidoscópico paisaje, absorbiendo con algo de temor todas estas nuevas sensaciones de grandeza y poderosa magnitud, pues no me cabía en la mente tal enormidad.
Por fin llegamos a la terminal, que por esos años se localizaba en la calle Fráy Servando Teresa de Mier, pues toda vía no se construían las funcionales centrales de Autobuses. Tomando mis cajitas de cartón, me ajusté el sombrero sobre mi ya incipiente calva cabeza, y me guindé el Suéter sobre uno de mis brazos, y entre el montón de pasajeros me dispuse a poner por segunda ves en mi vida los pies sobre el piso de la capital del país, sobre la que para mi era la mística y legendaria ciudad de los palacios, la que había sido capital del imperio azteca.
Al bajar del Vehículo, me encontré azorado y sorprendido por la abigarrada multitud de luces y gentes, ruidos y conversaciones. Algo mareado, aturdido y atolondrado, me  dirigí rumbo a la salida.
Imaginen mi facha y presencia. Un joven espigado de botines y sombrero, con una caja de cartón en cada mano como porta equipaje, y colgado al hay se va su suéter azul marino sobre sus hombros. Ya en la salida, entre el amontonamiento de gentes que pasaban por la ancha banqueta un vivo taxista me dice.
-¡Coche patrón! A donde usted diga.
Como traía suficiente dinero, no se me hizo difícil decirle inocentemente.
-Voy para Toluca. ¿Me lleva a la terminal?
- ¡Como no Jefecito! Par eso estoy. ¡Súbase Usted!
Y con una sonrisa zorruna, ante mi aturdimiento y azoro, abrió la portezuela del coche indicándome que subiera.
Mis ojos no alcanzaban a llenarse del tráfico y las luces de la transitada calle. El taxista, sonriente  se dirigió sobre la avenida y el la primer calle torció a su derecha, avanzamos varias cuadras volvió a girar su auto a la derecha y avanzó las mismas cuadras saliendo a la misma calle, dejándome frente de una terminal de autobuses, todo esto hasta después lo comprendí, mientras, me bajé del taxi pagando la dejada ($8.00) y me dirigí presuroso a sacar mi boleto rumbo a Toluca. Al tratar de pagar en la ventanilla mi pasaje, la boletera me informó.
- Aquí no vendemos pasajes para Toluca, nuestros camiones viajan rumbo al estado de Morelos, Cuernavaca, Oaxtepec, y Anexas.
En ese momento me di cuenta de la tranza del  mañoso pero industrioso  taxista, que me dio una vergüenza de los mil diablos, al entender que el habilidoso chofer me había llevado solo a dar una gran vuelta y me devolvió a  la misma calle Fráy Servando, y que a unos metros de donde me hallaba  estaba la terminal donde  abordé su taxi, y un poco más delante sobre la misma calle podía tomar el ómnibus que me conduciría a Toluca. ¿Qué cosas, no?
Con mis cajitas en la mano y mentándole  silenciosamente la madre al zorro chofer, me dirigí a la terminal de los Flecha Roja, que re a la línea de autobuses  que a cada media hora tenia corrida rumbo a la capital del estado de México.
Serían como las once de la noche cuando salí del D.F. pensando que Toluca estaba lejos y que llegaría de madrugada, sin saber que esta ciudad solo estaba a un paso.
Apenítas estaba saliendo de la gran ciudad, cuando ya estaba llegando a la Capital de los choriceros, la helada Toluca. Me bajé del camión hacia un frío de los demonios, mi suetercito apenas me protegía de las gélidas ráfagas de aire que remolineaban entre las oscuras calles neblinosas del centro de la brumosa ciudad, la terminal por aquellos tiempos estaba situada en el centro, cerca de la catedral y del mercado, ahora en el área donde existió este mercado, se encuentra un bello invernadero adornado con gigantescos vitrales.
Pero por esos tiempos era solo un enorme foco de infección, pues en las calles aledañas a la terminal y que rodeaban el mercado, vías infectadas por ratas y cucarachas, abundaban cantinuchas y hotelillos de mala muerte, por esos lugares me anduve rondando casi cuatro horas, haciendo tiempo para llegarme a la calle Hidalgo, donde según yo, me esperaban para trabajar. Entre los susurros de las prostitutas, miradas de los policías, insultos de los borrachines y las sombras, me entretuve observando toda esta extraña fauna desconocida para mi, fauna de los arrabales de la ciudad.
Al amanecer, me dirigí tembloroso de frío por toda la calle  Hidalgo, que es una de las más centrales de la  localidad, hasta el domicilio donde me esperaba un tal señor Trujillo.
Serían como las seis de la mañana  cuando toqué el timbre de aquella gran residencia, en donde residí por casi ocho meses, entre deslumbres y tristezas, entre amistades y afectos,  entre aventuras y bohemias, pero esto será tema de otra historia.



Xalapas, Ver. 30 de Noviembre del 1996.
S.a.C.f.







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