miércoles, 4 de junio de 2014

LA PROCESIÓN


o  La Peregrinación.


             Estaba cenando con un cliente al que le acababa de comprar una punta de novillos aquellas ves, en restaurantito situado frente de la carretera nacional y que hacía esquina con una de las principales calles de aquel poblado al que visitaba de cuando en ves por necesidad de mi negocio.
             Por esos tiempos me dedicaba a la compra de ganado vacuno, principalmente novillos y vacas gordas para el rastro de Ferrería, de allá de la ciudad de México.
      El poblado del que les platico, era un simpático rincón acurrucado en las terminaciones de la sierra  que se desparramaba rumbo al golfo de México como un enorme cuenco y al que esa ves, por mi buena estrella quiso la suerte que me tocara estar esa nochecita del mes de Septiembre, en que iba a ser testigo de la rara y enervante aventura que me toco vivir.
      Serian como las ocho de la noche, y comíamos las exquisitas viandas que una morenita simpática y atenta mesera del lugar nos había servido, cuando comenzamos a escuchar mis clientes y yo, cánticos religiosos que venían acercándose por la calle.
            Era una procesión, pues según supe después, se festejaba el día a una Virgencita que ahí en el pueblo la consideraban milagrosa y patrona del lugar. Frente del abigarrado montón de gentes que ceremoniosamente seguían a la imagen, iban unos músicos con instrumentos de cuerda rústicos tocando tonaditas que la gente coreaba con ritmo alargado y letras ininteligibles, que más bien eran unas salmodias monótonas e hipnóticas.
            Puse atención al paso del aquel río de gentes, observando la reverencia y la solemnidad con que caminaban lentamente llevando en las manos gruesos cirios que les iluminaban los rostros, dándoles la apariencia de personajes de una fantástica y sobrenatural coreografía teatral .
             La interminable y larga fila de personas me indicó que la gente de los alrededores del pueblo habían asistido en masa, con devoción y fe característica de esas tradiciones, a acompañar a la imagen milagrosa. Y con paciencia avanzaban deteniéndose a ratos por alguna razón que no alcancé a comprobar, probablemente por el amontonamiento de feligreses o por alguna consigna de los músicos o lo guías. En una de esas paradas comencé a observar los rostros de las gentes que por coincidencia en esos momentos estaban frente de mí y fue cuando pasó el milagro.
             Un rostro atractivo  de ojos rasgados que brillaban como ágatas deslumbrantes me miró desde la calle. Unos labios gordezuelos me insinuaron su sonrisa  notando el brillo de la luna en una dentadura sana y pareja. Con obsesivo empeño los ojos de Ágata me miraban iluminados por los destellos del grueso cirio  que dos manos blancas como palomos colipavos tomaba con gesto entre obsceno y santo. Aquella sonrisa  inquietante  leve pero directa me obsesionó, fue tanto su poder y fuerza, que sin pensarlo y fuera de mi, como hechizado  me puse de pié y  galantemente insinué un gesto de saludo, el rostro de la dama  observada hizo un levísimo movimiento como diciendo no, mientras el delicado velo que le cubría su regia cabeza formaba difusas sombras sobre el atractivo semblante, que sin perder la enigmática sonrisa continuó mirándome fijamente. En esos momentos la columna de feligreses prosiguió su trayecto perdiéndose el encanto del extraño y mágico momento aquel. La gente siguió pasando y yo de pie, estático ante mis acompañantes que extrañados solamente el silencio me observaban.
            Con cierta prisa, pedí la cuenta que la morenita simpática me trajo sin dilación, me despedí de mis amigos agregando una leve y simple disculpa, y decidido y urgido me agregué a la peregrinación tomando de las manos de un sorprendido mozalbete un cirio,
dándole un billete con el que se podría comprar diez velas más, el muchachito aquel arrugó entre sus dedos el dinero, mirándome sorprendido mientras me dirigía hacia donde pensaba alcanzar a la mujer que tanto me había atraído.
      Las gentes avanzaban a pasos lentos sobre las empedradas calles que semi oscuras se veían sorprendidamente iluminadas por los cientos de velas que la concurrencia portábamos. Las calles eran angostas circundadas por casas, arbustos y árboles en donde brillaban miríadas de cocuyos que les conferían una fantasmagórica coreografía a la fresca y encantadora noche. En el cielo unas enormes y aborregadas nubes cubrían con sus vellones el estrellado espacio donde una luna en cuarto menguante , tímidamente hay veces se asomaba a contemplar el abigarrado cortejo que acompañábamos a la venerada imagen.
             Caminando más aprisa que el resto de los feligreses, avanzaba con el cirio en mi mano derecha, buscando con inquietud y curiosidad el objetivo de mi premura, revisando con detenimiento todos los rostros que se entrecruzaban ante mis inquisidoras pupilas, que abrían grandes avenidas de identificación entre el cúmulo de gentes. Al fin la distinguí y reconocí por su leve velo y su hermoso rostro. Iba acompañada de una chiquilla como de 13 o 14 años y por un jovencito aún más pequeño, quienes le tomaban de ambos brazos como protegiéndola, apoyándola o cuidándola, ella me daba la sensación de que no caminaba, como si flotara, casi pude creer que si los jovencitos que le acompañaban le soltaban los brazos se elevaría levitando sobre la procesión, tal era el encanto que me proveía ese especial momento. Siguiendo la imagen de la delicada escultura, ella, avanzaba del lado derecho, así que me adelanté del lado contrario para que al voltear hacia mi mano diestra la pudiera contemplar a mis anchas.
            Era de talla alta en comparación a las demás mujeres, de  piel pálida, cejas rematadamente negras, boca de labios anchos que al sonreír daban una leve sensación obscena, según yo.  El velo enmarcaba su rostro bonito dándole un aire virginal
y atrevidamente sensual, la luz del velón  que llevaba agarrado con ambas manos, le confería una encantadora aureola iluminándole el ovalo atrayente de su cara linda.
             Portaba sobre sus hombros un rebozo de delgadísima tela color café, que hacía juego  con su vestido de tela a rayas amarillas y blancas. En sus orejas refulgían unas arracadas de esas que llevan como, adorno pequeñas esferas de oro (Caricias) y que se ven atractivas y de calidad en algunas mujeres, en esos momentos los pequeños abalorios brillaron al voltear ella el rostro y reconocerme, una franca sonrisa le iluminó el rostro que aumento encantadoramente su palidez de poma con raro matiz.  Nuestras miradas fueron desde esos momentos cual amplias vías de comunicación sentimental y profana, a cada momento que podíamos nos conectábamos por esos sutiles caminos  tendidos por así quererlo por nuestros excitados sentidos, trasmitiéndonos sin palabras ni gestos el gusto enorme de habarnos encontrado y conocido por algún raro juego del destino  en esa tranquila procesión pueblerina.
            Avanzamos por largos minutos atrapados en ese encantamiento, cada uno con su cirio en las manos, cada uno tratando de no perder el contacto mágico producido por la primer mirada, hasta llegar a una pequeña Iglesia a la que penetré sin ninguna ceremonia en compañía de los devotos ciudadanos persiguiendo mi ilusión, atrapado por el magnético embrujo de unos ojos negros.
             El rito de la terminación de la procesión no lo sentí, embutido en el calido túnel de las miradas de la enigmática mujer. Cuando acabó el ritual, la gente se fue saliendo rumbo a sus hogares, llevándose en las manos las velas encendidas como queriendo transportar la luz de su fe a sus moradas. Yo hice lo mismo, siguiendo discretamente a la beldad misteriosa, la que en compañía de los adolescentes y con su vela en las manos
se dirigió entre las sombras bailoteantes  que producía el pabilo de la llama amarillenta, por las angostas calles del pueblito serrano.
            Yo, como a quince metros aproximadamente atrás, también con la vela en las manos en silencio la perseguía, hasta que llegamos a una casona de dos pisos, construida para mi sorpresa, de madera, lo que le daba un raro aire de misterio y antigüedad al embrujado momento que iba viviendo.
             La dama, después de abrir un gran portón con una llave que se buscó en la cintura, introdujo a los mozalbetes a la residencia, quedándose un momento afuera, cosa que aprovecho para voltear a verme con una mirada cargada de promesas vagas y luego se introdujo a la casa cerrando con cierto ruido la gran puerta.
             El la oscura calle, yo con el cirio en las manos quede expectante, algo atolondrado por la impactante y extraña escena, mientras veía por los cristales  encortinados de las ventanas vagas sombras que se movían al contraluz de las velas, luego se fueron apagando las luces quedando solo una luminiscencia rojiza en un balcón de la planta alta, que observé con más atención notando el descorrer de unos visillos y al través del cristal el ovalo oscuro de un rostro que me miró, retirándose luego. La luz se apagó completamente quedando todo en silencio. En la calle, la tranquilidad y el silencio se rompió por el lejano aullido de los coyotes que en los lomeríos cercanos iniciaron su milenario ritual de darle serenata a la pálida  reina  nocturna, que adornaba la celeste cúpula, engarzada como sortija incompleta en el negro estuche aterciopelado del éter.
             Ensimismado por el hechizo nocturno, salí de mi expectación al oír un discreto correr de cerrojos que venía del gran portón de la residencia aquella construida de madera, y en el vano de la oscura puerta apareció la solitaria silueta arrebozada  de la según yo, dama de mi noche, quien decidida no perdió el tiempo y se dirigió casi flotando por la empedrada calle hacía mí, que estático, asombrado y expectante le contemplaba acercarse en la claridad nocturna, como  lívido fantasma aureolado por
místicas luces, que solo eran algunos cocuyos  que daban a al escena un irreal toque de fantasía.
            Yo, con el cirio en las manos, que traté de elevar un poco para observarle a mayor placer, balbucee.
- Señora, buenas noches. Con voz algo ronca que me salió por mi reseca garganta.
            Ella, siempre en silencio y mirándome directamente a los ojos, apoyó una de sus manos sobre mi brazo en el que sostenía la vela y con la otra y con delicado gesto  me tocó los labios, mientras de  su boca salía un suave.
- Shssssss.
            Que entendí plenamente, permaneciendo en silencio. Luego sopló sobre la flama de mi cirio apagándolo, mientras que con toda gentileza me tomaba del brazo derecho con ambas manos y me dirigía hacia un rumbo que solo ella conocía, entre las nocturnas sombras de las breves calles.
             En total silencio avanzamos cruzando varias vías hacía una de las orillas del pueblo, rumbo donde no tenía mucho  habían aullado los coyotes. Pasamos sobre unas grandes piedras que se veían y servían como puentecillos de un riachuelo que discurría entre las sombras de árboles  que murmuraban encantadoras melodías con sus follajes, hasta llegar a la orilla de un río plateado al que bordeaban arboledas entre los que alcance a distinguir, unos enormes Higueros, Sauces, Mangos y Guayabos, Caobos gigantescos, Cedros, cuyas hojarascas daban al ambiente un aroma  sensual y erótico,  que aunado al especial momento que iba viviendo enervaban mis sentidos ubicándome en la cima de la mas rara y mística experiencia.
             La hermosa y misteriosa mujer me conducía, su cuerpo pegadito a mi me comunicaba sus sensaciones. Al aspirar su aroma de mujer dispuesta  al amor, me trasmitía una rara y contagiosa vitalidad que como sutil droga me separaba de lo de alrededor, haciéndome notar cosas  que posiblemente en un estado normal no hubiese detectado jamás, como las  luminiscencias azules y verdosas que brotaban al pisar las hojarascas, cual leves neblinas que envolvían  nuestros pasos, las oleadas tenues de  sutiles aromas que procedían de lasa floraciones nocturnas, los murmullos arruyantes de las plateadas ondas cantarinas de la límpida corriente del cercano río, los ruidos naturales producidos por los animales nocturnos que habitan en las raíces , ramas y follajes de los arbustos que nos rodeaban.
            Ella de repente se detuvo bajo el más frondoso de los árboles y sin soltarme del brazo se arrimó a la bajo sombra azulosa de las bajas ramas del milenario habitante del bosque, se recargo en una de las gruesas ramas y levanto sus delicadas facciones  ofreciéndome en holocausto intimo su gordezuela  y jugosa boca en el primer beso de los miles que esa voluptuosa noche nos prodigamos.
             Ella me arrastro con su actitud hacia la vorágine máxima del mayor placer sexual jamás gozado, esa fantastica noche plateada, bajo la vaporosa fronda del añejo Mango aquel, testigo mudo de los excesos  que ambos , entre suspiros, gemidos y expresiones de máximo gozo sin pena realizamos. En una de las variadas experiencias de nuestro gozo vehemente, sentí su boca que mordía en el paroxismo de satisfacción mi hombro izquierdo, como queriendo con ello opacar  un grito de súbito e incontrolable  jubilo, acto que me excitó más de lo que ya estaba.
             ¡Que noche tan extraña y excitante! Si hablar, solo dejando sueltos como desbocados caballos descontrolados ambos sentidos, que acicateados por manos, labios, y sonidos se encumbraron hacia excelsas e impetuosas sensaciones, la luna cambió de posición hasta perderse tras los cerros como apenada y sonrojada por mirar nuestros excesos y el alba se insinuó cuando aún si agotarnos caminamos juntos de regreso a la casona de madera de dos pisos.
            Al llegar ella sacó una llave de un secreto bolsillo de su vestido y tomando suavemente mi rostro entre sus tibias manos me dio un último y delicado beso que me dejó un sabor a canela y miel en lo míos y me expreso con delicada voz.
- Gracias por tan lindo amor.¡Gracias!.
            Yo quise hablar, preguntarle su nombre, insinuarle una futura cita, y muchas cosas más que  agolpándose en mí mente  se me vinieron como torrente  en ese instante. Más ella solo volvió a poner sus delicados dedos sobre mi boca y repitió.
-Shsssssss.
Y sin más se metió a la casa, serrando el portón casi sobre mi nariz. Al quedarme solo en la oscuridad que se desvanecía a las carreras, pues alcancé  a observar que la noche huyendo con nuestro secreto, se arrastraba por los azulados cerros que son el contorno de todos los pueblos de la sierra. Solo me quedó caminar rumbo a mis aposentos y reponerme de tan sorpresiva y extraña aventura.
            Al otro día, al almorzar un suculento plato de enchiladas con su respectivo trozo de cecina criolla en casa de uno de mis clientes abandonados la noche anterior, le preguntaba discretamente sobre la familia que vivía en la gran casa de madera de dos pisos, que estaba  por la calle que iba a dar al río. Mi anfitrión, algo sorprendido, me pregunto.
             -  ¿A que casa de de dos pisos te refieres, paisano?

            -  A la casa grande de madera que está por allá. Dije, indicando con la mano el rumbo de donde yo sabía  se encontraba la residencia de la hermosa mujer de ojos negros.
             - ¡A paisano! Se me hace que soñaste. Por aquí ya no hay casas de madera y menos de dos pisos.
            Yo, sorprendido pero callado, no insistí y continué saboreando el rico y nutritivo almuerzo huasteco, mientras meditaba íntimamente con mi nocturna aventura.
             Luego al primer momento en que tuve oportunidad, me dirigí a comprobar la aseveración del paisano aquel, y con sorpresa verdadera descubrí que en el lugar donde la noche anterior había entrado, luego salido y por ultimo quedado la hermosísima y ardiente mujer, no existía casa alguna, solo abandono, hierbas, matojos y unos horcones
Negros que se distinguían  sobresaliendo como obeliscos de distinta altura en el lote aquel ahora baldío. Pasmado y asombrado me senté en la banqueta de piedra laja que en contra esquina daba frente a ese lugar que contemple por un buen rato, analizando lo que había vivido, visto y experimentado la noche anterior.
            Luego con los vecinos del abandonado y sórdido lugar, que me enteré que había ocurrido hacía como treinta años, una tragedia ahí en la casa que había conocido en mi excitante aventura.
            Resulta que en los años cuarentas, aproximadamente, esa casa la habitó un matrimonio con dos hijos, una niña de trece años y un baroncito de once, la esposa,(La hembra de mi aventura) procedente del puerto de Tuxpan, mujer de recio y ardiente carácter y el esposo, un hombre delgado, correoso y enérgico  que había venido a vivir por esos rumbos huyendo de algunos enemigos que dejó allá por sus terruños en el estado de Hidalgo.
            Según me relataron, era un hombre de pocas palabras, Coronel retirado del Ejercito Mexicano, al que le tocó ser beneficiado por un reparto de tierras de la gran hacienda de Palma sola, por lo que vivían en este pueblo ya que relativamente le quedaba cerca el Distrito Federal y el Puerto de Tuxpan, a donde realizaba frecuentes viajes para tratar asuntos de negocios.
             La hembra aquella se distinguió en el poblado por ser discreta y callada, más en la soledad causada por las largas ausencias del marido, buscó su tranquilidad y desahogo en unas relaciones riesgosas  con uno de los hombres casados de aquel pueblo.
             ¿Qué como se enteró el marido del adulterio sufrido? Nadie lo supo, solo que una madrugada, dicen, en silencio baño las paredes de madera de la casona con petróleo y le prendió fuego, quemando vivos a su infiel mujer y a sus inocentes hijos, luego el desequilibrado militar se dirigió a su rancho y en un inmenso Higuero viejo que estaba junto de una de las corraleras amaneció colgado con una reata de lazar.
             La tragedia conmovió al pequeño poblado y pasaron años para que se descubriera  la verdad de la ilógica actitud del Coronel. De la casa rescataron carbonizados solo unos pequeños e irreconocibles restos que sepultaron ahí mismo algunas anónimas y piadosas manos entre las cenizas restantes del incendio, y quedóse  para y por siempre abandonado aquel lugar como un símbolo de la tragedia ocurrida ahí.
            Más yo. ¿Acaso había echo el amor a un fantasma? Pues así fue. De esta aventura relatada y que callé por muchos años antes de exteriorizarla en mis relatos por ser increíble, solo me queda de recuerdo en el hombro izquierdo, una señal como un lunar amoratado en forma de corazón, el que jamás se me a borrado, resultado del mordisco aquel que en el paroxismo del desahogo sexual me dio la misteriosa mujer aquella, la de los ojos de Ágata, piel de poma rosa, labios mullidos y pelo de blondas negras como sus pupilas brillantes.

18.47 Hrs.  un 12 de Mayo del 2000. en Miahuatlán, Pue. Tehuacan, Pue.

S.a.C.f

No hay comentarios:

Publicar un comentario