LA PROCESIÓN
o La Peregrinación.
Estaba cenando con un cliente al que le
acababa de comprar una punta de novillos aquellas ves, en restaurantito situado
frente de la carretera nacional y que hacía esquina con una de las principales
calles de aquel poblado al que visitaba de cuando en ves por necesidad de mi
negocio.
Por esos tiempos me dedicaba a la compra de
ganado vacuno, principalmente novillos y vacas gordas para el rastro de
Ferrería, de allá de la ciudad de México.
El poblado del que les platico, era un
simpático rincón acurrucado en las terminaciones de la sierra que se desparramaba rumbo al golfo de México
como un enorme cuenco y al que esa ves, por mi buena estrella quiso la suerte
que me tocara estar esa nochecita del mes de Septiembre, en que iba a ser
testigo de la rara y enervante aventura que me toco vivir.
Serian como las ocho de la noche, y
comíamos las exquisitas viandas que una morenita simpática y atenta mesera del
lugar nos había servido, cuando comenzamos a escuchar mis clientes y yo,
cánticos religiosos que venían acercándose por la calle.
Era
una procesión, pues según supe después, se festejaba el día a una Virgencita
que ahí en el pueblo la consideraban milagrosa y patrona del lugar. Frente del
abigarrado montón de gentes que ceremoniosamente seguían a la imagen, iban unos
músicos con instrumentos de cuerda rústicos tocando tonaditas que la gente
coreaba con ritmo alargado y letras ininteligibles, que más bien eran unas
salmodias monótonas e hipnóticas.
Puse
atención al paso del aquel río de gentes, observando la reverencia y la solemnidad
con que caminaban lentamente llevando en las manos gruesos cirios que les
iluminaban los rostros, dándoles la apariencia de personajes de una fantástica
y sobrenatural coreografía teatral .
La interminable y larga fila de personas me
indicó que la gente de los alrededores del pueblo habían asistido en masa, con
devoción y fe característica de esas tradiciones, a acompañar a la imagen
milagrosa. Y con paciencia avanzaban deteniéndose a ratos por alguna razón que
no alcancé a comprobar, probablemente por el amontonamiento de feligreses o por
alguna consigna de los músicos o lo guías. En una de esas paradas comencé a
observar los rostros de las gentes que por coincidencia en esos momentos
estaban frente de mí y fue cuando pasó el milagro.
Un rostro atractivo de ojos rasgados que brillaban como ágatas
deslumbrantes me miró desde la calle. Unos labios gordezuelos me insinuaron su
sonrisa notando el brillo de la luna en
una dentadura sana y pareja. Con obsesivo empeño los ojos de Ágata me miraban
iluminados por los destellos del grueso cirio
que dos manos blancas como palomos colipavos tomaba con gesto entre
obsceno y santo. Aquella sonrisa
inquietante leve pero directa me
obsesionó, fue tanto su poder y fuerza, que sin pensarlo y fuera de mi, como
hechizado me puse de pié y galantemente insinué un gesto de saludo, el
rostro de la dama observada hizo un
levísimo movimiento como diciendo no, mientras el delicado velo que le cubría
su regia cabeza formaba difusas sombras sobre el atractivo semblante, que sin
perder la enigmática sonrisa continuó mirándome fijamente. En esos momentos la
columna de feligreses prosiguió su trayecto perdiéndose el encanto del extraño
y mágico momento aquel. La gente siguió pasando y yo de pie, estático ante mis
acompañantes que extrañados solamente el silencio me observaban.
Con
cierta prisa, pedí la cuenta que la morenita simpática me trajo sin dilación,
me despedí de mis amigos agregando una leve y simple disculpa, y decidido y
urgido me agregué a la peregrinación tomando de las manos de un sorprendido
mozalbete un cirio,
dándole un billete
con el que se podría comprar diez velas más, el muchachito aquel arrugó entre
sus dedos el dinero, mirándome sorprendido mientras me dirigía hacia donde
pensaba alcanzar a la mujer que tanto me había atraído.
Las gentes avanzaban a pasos lentos sobre
las empedradas calles que semi oscuras se veían sorprendidamente iluminadas por
los cientos de velas que la concurrencia portábamos. Las calles eran angostas
circundadas por casas, arbustos y árboles en donde brillaban miríadas de
cocuyos que les conferían una fantasmagórica coreografía a la fresca y
encantadora noche. En el cielo unas enormes y aborregadas nubes cubrían con sus
vellones el estrellado espacio donde una luna en cuarto menguante , tímidamente
hay veces se asomaba a contemplar el abigarrado cortejo que acompañábamos a la
venerada imagen.
Caminando más aprisa que el resto de los
feligreses, avanzaba con el cirio en mi mano derecha, buscando con inquietud y
curiosidad el objetivo de mi premura, revisando con detenimiento todos los
rostros que se entrecruzaban ante mis inquisidoras pupilas, que abrían grandes
avenidas de identificación entre el cúmulo de gentes. Al fin la distinguí y
reconocí por su leve velo y su hermoso rostro. Iba acompañada de una chiquilla
como de 13 o 14 años y por un jovencito aún más pequeño, quienes le tomaban de
ambos brazos como protegiéndola, apoyándola o cuidándola, ella me daba la
sensación de que no caminaba, como si flotara, casi pude creer que si los
jovencitos que le acompañaban le soltaban los brazos se elevaría levitando
sobre la procesión, tal era el encanto que me proveía ese especial momento.
Siguiendo la imagen de la delicada escultura, ella, avanzaba del lado derecho,
así que me adelanté del lado contrario para que al voltear hacia mi mano
diestra la pudiera contemplar a mis anchas.
Era
de talla alta en comparación a las demás mujeres, de piel pálida, cejas rematadamente negras, boca
de labios anchos que al sonreír daban una leve sensación obscena, según
yo. El velo enmarcaba su rostro bonito
dándole un aire virginal
y atrevidamente
sensual, la luz del velón que llevaba
agarrado con ambas manos, le confería una encantadora aureola iluminándole el
ovalo atrayente de su cara linda.
Portaba sobre sus hombros un rebozo de
delgadísima tela color café, que hacía juego
con su vestido de tela a rayas amarillas y blancas. En sus orejas
refulgían unas arracadas de esas que llevan como, adorno pequeñas esferas de
oro (Caricias) y que se ven atractivas y de calidad en algunas mujeres, en esos
momentos los pequeños abalorios brillaron al voltear ella el rostro y reconocerme,
una franca sonrisa le iluminó el rostro que aumento encantadoramente su palidez
de poma con raro matiz. Nuestras miradas
fueron desde esos momentos cual amplias vías de comunicación sentimental y
profana, a cada momento que podíamos nos conectábamos por esos sutiles
caminos tendidos por así quererlo por
nuestros excitados sentidos, trasmitiéndonos sin palabras ni gestos el gusto
enorme de habarnos encontrado y conocido por algún raro juego del destino en esa tranquila procesión pueblerina.
Avanzamos
por largos minutos atrapados en ese encantamiento, cada uno con su cirio en las
manos, cada uno tratando de no perder el contacto mágico producido por la
primer mirada, hasta llegar a una pequeña Iglesia a la que penetré sin ninguna
ceremonia en compañía de los devotos ciudadanos persiguiendo mi ilusión,
atrapado por el magnético embrujo de unos ojos negros.
El rito de la terminación de la procesión no
lo sentí, embutido en el calido túnel de las miradas de la enigmática mujer.
Cuando acabó el ritual, la gente se fue saliendo rumbo a sus hogares,
llevándose en las manos las velas encendidas como queriendo transportar la luz
de su fe a sus moradas. Yo hice lo mismo, siguiendo discretamente a la beldad
misteriosa, la que en compañía de los adolescentes y con su vela en las manos
se dirigió entre
las sombras bailoteantes que producía el
pabilo de la llama amarillenta, por las angostas calles del pueblito serrano.
Yo,
como a quince metros aproximadamente atrás, también con la vela en las manos en
silencio la perseguía, hasta que llegamos a una casona de dos pisos, construida
para mi sorpresa, de madera, lo que le daba un raro aire de misterio y
antigüedad al embrujado momento que iba viviendo.
La dama, después de abrir un gran portón con
una llave que se buscó en la cintura, introdujo a los mozalbetes a la
residencia, quedándose un momento afuera, cosa que aprovecho para voltear a
verme con una mirada cargada de promesas vagas y luego se introdujo a la casa
cerrando con cierto ruido la gran puerta.
El la oscura calle, yo con el cirio en las
manos quede expectante, algo atolondrado por la impactante y extraña escena,
mientras veía por los cristales
encortinados de las ventanas vagas sombras que se movían al contraluz de
las velas, luego se fueron apagando las luces quedando solo una luminiscencia
rojiza en un balcón de la planta alta, que observé con más atención notando el
descorrer de unos visillos y al través del cristal el ovalo oscuro de un rostro
que me miró, retirándose luego. La luz se apagó completamente quedando todo en
silencio. En la calle, la tranquilidad y el silencio se rompió por el lejano
aullido de los coyotes que en los lomeríos cercanos iniciaron su milenario
ritual de darle serenata a la pálida
reina nocturna, que adornaba la
celeste cúpula, engarzada como sortija incompleta en el negro estuche
aterciopelado del éter.
Ensimismado por el hechizo nocturno, salí de
mi expectación al oír un discreto correr de cerrojos que venía del gran portón
de la residencia aquella construida de madera, y en el vano de la oscura puerta
apareció la solitaria silueta arrebozada
de la según yo, dama de mi noche, quien decidida no perdió el tiempo y
se dirigió casi flotando por la empedrada calle hacía mí, que estático, asombrado
y expectante le contemplaba acercarse en la claridad nocturna, como lívido fantasma aureolado por
místicas luces, que
solo eran algunos cocuyos que daban a al
escena un irreal toque de fantasía.
Yo,
con el cirio en las manos, que traté de elevar un poco para observarle a mayor
placer, balbucee.
-
Señora, buenas noches. Con voz algo ronca que me salió por mi reseca garganta.
Ella,
siempre en silencio y mirándome directamente a los ojos, apoyó una de sus manos
sobre mi brazo en el que sostenía la vela y con la otra y con delicado
gesto me tocó los labios, mientras
de su boca salía un suave.
-
Shssssss.
Que
entendí plenamente, permaneciendo en silencio. Luego sopló sobre la flama de mi
cirio apagándolo, mientras que con toda gentileza me tomaba del brazo derecho
con ambas manos y me dirigía hacia un rumbo que solo ella conocía, entre las
nocturnas sombras de las breves calles.
En total silencio avanzamos cruzando varias
vías hacía una de las orillas del pueblo, rumbo donde no tenía mucho habían aullado los coyotes. Pasamos sobre
unas grandes piedras que se veían y servían como puentecillos de un riachuelo
que discurría entre las sombras de árboles
que murmuraban encantadoras melodías con sus follajes, hasta llegar a la
orilla de un río plateado al que bordeaban arboledas entre los que alcance a
distinguir, unos enormes Higueros, Sauces, Mangos y Guayabos, Caobos
gigantescos, Cedros, cuyas hojarascas daban al ambiente un aroma sensual y erótico, que aunado al especial momento que iba
viviendo enervaban mis sentidos ubicándome en la cima de la mas rara y mística
experiencia.
La hermosa y misteriosa mujer me conducía, su
cuerpo pegadito a mi me comunicaba sus sensaciones. Al aspirar su aroma de
mujer dispuesta al amor, me trasmitía
una rara y contagiosa vitalidad que como sutil droga me separaba de lo de
alrededor, haciéndome notar cosas que
posiblemente en un estado normal no hubiese detectado jamás, como las luminiscencias azules y verdosas que brotaban
al pisar las hojarascas, cual leves neblinas que envolvían nuestros pasos, las oleadas tenues de sutiles aromas que procedían de lasa
floraciones nocturnas, los murmullos arruyantes de las plateadas ondas
cantarinas de la límpida corriente del cercano río, los ruidos naturales
producidos por los animales nocturnos que habitan en las raíces , ramas y
follajes de los arbustos que nos rodeaban.
Ella
de repente se detuvo bajo el más frondoso de los árboles y sin soltarme del
brazo se arrimó a la bajo sombra azulosa de las bajas ramas del milenario
habitante del bosque, se recargo en una de las gruesas ramas y levanto sus
delicadas facciones ofreciéndome en
holocausto intimo su gordezuela y jugosa
boca en el primer beso de los miles que esa voluptuosa noche nos prodigamos.
Ella me arrastro con su actitud hacia la
vorágine máxima del mayor placer sexual jamás gozado, esa fantastica noche
plateada, bajo la vaporosa fronda del añejo Mango aquel, testigo mudo de los
excesos que ambos , entre suspiros,
gemidos y expresiones de máximo gozo sin pena realizamos. En una de las
variadas experiencias de nuestro gozo vehemente, sentí su boca que mordía en el
paroxismo de satisfacción mi hombro izquierdo, como queriendo con ello
opacar un grito de súbito e incontrolable jubilo, acto que me excitó más de lo que ya
estaba.
¡Que noche tan extraña y excitante! Si hablar,
solo dejando sueltos como desbocados caballos descontrolados ambos sentidos,
que acicateados por manos, labios, y sonidos se encumbraron hacia excelsas e
impetuosas sensaciones, la luna cambió de posición hasta perderse tras los
cerros como apenada y sonrojada por mirar nuestros excesos y el alba se insinuó
cuando aún si agotarnos caminamos juntos de regreso a la casona de madera de
dos pisos.
Al
llegar ella sacó una llave de un secreto bolsillo de su vestido y tomando
suavemente mi rostro entre sus tibias manos me dio un último y delicado beso
que me dejó un sabor a canela y miel en lo míos y me expreso con delicada voz.
-
Gracias por tan lindo amor.¡Gracias!.
Yo
quise hablar, preguntarle su nombre, insinuarle una futura cita, y muchas cosas
más que agolpándose en mí mente se me vinieron como torrente en ese instante. Más ella solo volvió a poner
sus delicados dedos sobre mi boca y repitió.
-Shsssssss.
Y
sin más se metió a la casa, serrando el portón casi sobre mi nariz. Al quedarme
solo en la oscuridad que se desvanecía a las carreras, pues alcancé a observar que la noche huyendo con nuestro
secreto, se arrastraba por los azulados cerros que son el contorno de todos los
pueblos de la sierra. Solo me quedó caminar rumbo a mis aposentos y reponerme
de tan sorpresiva y extraña aventura.
Al
otro día, al almorzar un suculento plato de enchiladas con su respectivo trozo
de cecina criolla en casa de uno de mis clientes abandonados la noche anterior,
le preguntaba discretamente sobre la familia que vivía en la gran casa de
madera de dos pisos, que estaba por la
calle que iba a dar al río. Mi anfitrión, algo sorprendido, me pregunto.
- ¿A
que casa de de dos pisos te refieres, paisano?
- A la casa grande de madera que está por allá.
Dije, indicando con la mano el rumbo de donde yo sabía se encontraba la residencia de la hermosa
mujer de ojos negros.
- ¡A paisano! Se me hace que soñaste. Por aquí
ya no hay casas de madera y menos de dos pisos.
Yo,
sorprendido pero callado, no insistí y continué saboreando el rico y nutritivo
almuerzo huasteco, mientras meditaba íntimamente con mi nocturna aventura.
Luego al primer momento en que tuve
oportunidad, me dirigí a comprobar la aseveración del paisano aquel, y con
sorpresa verdadera descubrí que en el lugar donde la noche anterior había
entrado, luego salido y por ultimo quedado la hermosísima y ardiente mujer, no
existía casa alguna, solo abandono, hierbas, matojos y unos horcones
Negros que se
distinguían sobresaliendo como obeliscos
de distinta altura en el lote aquel ahora baldío. Pasmado y asombrado me senté
en la banqueta de piedra laja que en contra esquina daba frente a ese lugar que
contemple por un buen rato, analizando lo que había vivido, visto y
experimentado la noche anterior.
Luego
con los vecinos del abandonado y sórdido lugar, que me enteré que había
ocurrido hacía como treinta años, una tragedia ahí en la casa que había
conocido en mi excitante aventura.
Resulta
que en los años cuarentas, aproximadamente, esa casa la habitó un matrimonio
con dos hijos, una niña de trece años y un baroncito de once, la esposa,(La
hembra de mi aventura) procedente del puerto de Tuxpan, mujer de recio y
ardiente carácter y el esposo, un hombre delgado, correoso y enérgico que había venido a vivir por esos rumbos
huyendo de algunos enemigos que dejó allá por sus terruños en el estado de
Hidalgo.
Según me relataron, era un hombre de pocas
palabras, Coronel retirado del Ejercito Mexicano, al que le tocó ser
beneficiado por un reparto de tierras de la gran hacienda de Palma sola, por lo
que vivían en este pueblo ya que relativamente le quedaba cerca el Distrito
Federal y el Puerto de Tuxpan, a donde realizaba frecuentes viajes para tratar
asuntos de negocios.
La hembra aquella se distinguió en el poblado
por ser discreta y callada, más en la soledad causada por las largas ausencias
del marido, buscó su tranquilidad y desahogo en unas relaciones riesgosas con uno de los hombres casados de aquel
pueblo.
¿Qué como se enteró el marido del adulterio
sufrido? Nadie lo supo, solo que una madrugada, dicen, en silencio baño las
paredes de madera de la casona con petróleo y le prendió fuego, quemando vivos
a su infiel mujer y a sus inocentes hijos, luego el desequilibrado militar se
dirigió a su rancho y en un inmenso Higuero viejo que estaba junto de una de
las corraleras amaneció colgado con una reata de lazar.
La tragedia conmovió al pequeño poblado y
pasaron años para que se descubriera la
verdad de la ilógica actitud del Coronel. De la casa rescataron carbonizados
solo unos pequeños e irreconocibles restos que sepultaron ahí mismo algunas
anónimas y piadosas manos entre las cenizas restantes del incendio, y quedóse para y por siempre abandonado aquel lugar como
un símbolo de la tragedia ocurrida ahí.
Más
yo. ¿Acaso había echo el amor a un fantasma? Pues así fue. De esta aventura
relatada y que callé por muchos años antes de exteriorizarla en mis relatos por
ser increíble, solo me queda de recuerdo en el hombro izquierdo, una señal como
un lunar amoratado en forma de corazón, el que jamás se me a borrado, resultado
del mordisco aquel que en el paroxismo del desahogo sexual me dio la misteriosa
mujer aquella, la de los ojos de Ágata, piel de poma rosa, labios mullidos y
pelo de blondas negras como sus pupilas brillantes.
18.47
Hrs. un 12 de Mayo del 2000. en
Miahuatlán, Pue. Tehuacan, Pue.
S.a.C.f
No hay comentarios:
Publicar un comentario