miércoles, 4 de junio de 2014

EL GRITÓN


E
n los brillos de los charcos del agua, dejados por la reciente lluvia, se reflejaban las luces de los autos y camiones que pasaban raudos y ruidosos por la carretera. La noche era muy fría, húmeda y triste, si. Pues no era una noche oscura, oscura, sino más bien una noche nubla dona y tétrica, lo que daba esa sensación de tristeza y soledad. Era una noche como para contar cuentos de espantos. Una noche como para mirar cosas raras por las calles y portones. Una noche de esas en las que se deslizan por los solares y patios, bultos blancos y alumbran por los rincones luces fosforescentes rojizas y verdosas.
Eso precisamente estaba pensando influenciado por el friíto y la brisa que me llegaba de cuando en cuando acarreada por  alguna ráfaga de viento, sentado en la mesa de aquel cafetucho esquinero, que se agazapaba entre dos lodosas calles de aquel pueblo que visitaba con mucho afecto de cuando en cuando. Pueblito acurrucado en la mera encrucijada de dos Estados, el de Puebla y el de Veracruz. Influenciado por  las tradiciones y costumbres de razas fuertes y autóctonas, producto de un mestizaje robusto y fecundo que le había conferido un carácter muy distinto y original.
Cuando frente de mí, la sombra de una silueta humana se interpuso sobre la claridad que venía de la luz de la farola, luz que se abría pasó entre la neblina y la lluvia. Levanté la vista y me sorprendió profundamente lo que observé. Era un personaje extraño. Una persona adulta, más bien vieja. Era de sexo masculino, que sin que le invitara, jaló decididamente una silla y se sentó frente de mí, mirándome fijamente con unos ojos brillantes y profundos, que de tan profundos no se le notaba el color. Sus cejas hirsutas, largas, le caían sobre los párpados, muy canosas. Acomodó su pelo con un manotazo y luego se atusó el bigote que era largo y descuidado.
Y con una voz grave de tono bajo, y cargada de premoniciones, mientras me imponía silencio con su mano izquierda de uñas largas y sucias, me dijo:
-¡A mí me cargó una vez el malo, el mero, mero chamuco!
-¿Que dice usted?- Le pregunte sorprendido y expectante, sintiendo curiosidad al instante.
Levantando la voz un poco más y acercando su rostro más hacia mí, me espetó.
-¡El diablo! mi amigo. - Le digo que a mí una vez me cargó el diablo.
Cuando hizo esta afirmación sentí un pequeño escalofrío en la nuca, como un aliento húmedo y frío que pensé, - Fue un golpe de viento. Mas ya interesado le dije:
-A ver, a ver, cuénteme, cuénteme. ¿Cómo fue eso y a donde le sucedió?
El viejano aquel, se aclaró la garganta con un carraspeo ronco y muy largo y luego me soltó su historia.
-Yo nací en este pueblo señor. Soy nativo y aquí murió mi padre y mi abuelo, y aquí mismito yo también voy a morir algún día. El pueblo ya no es el mismo. Antes estaba más chiquito. Las casitas eran de madera y se amontonaban alrededor de un llanito que estaba por donde ahora van los escuincles a la escuela.
Antes no había luz eléctrica. Nos aluzábamos con candiles y velas. Calles no había. Eran unos caminitos entre las yerbas y el acagualero, que en tiempo de lluvias se volvían resbalosos y en los que abundaban los sabañones y las niguas. Pero eso si. Nuestro panteón ya lo teníamos en el cerrito de siempre. Ahí enterrábamos a nuestros difuntitos y de ahí del panteón todas las noches bajaba buscando gentes, ¡El mismito diablo!
Todas las noches a la misma hora, que a de ver sido como a las once de la noche más o menos, pegaba el primer grito en la mera punta del cerro y debajo de un gran horijuelo que sombreaba las tumbas y las cruces.
Yo cuando era niño comprobé que dejaba a veces sus huellas de pata de mula grabadas en el lodo. La gente le decía el gritón, pues bajaba echando alaridos y al pobre que se encontraba en la calle se lo llevaba a su guarida que, contaban, era una cueva obscura y llena de telarañas. La noche en que a mí me cargó era una noche como esta, del mismo mes y del mismo día.
-¿Por qué serán siempre igualitas estas noches? Muchas veces me lo he preguntado. - Antes no todos los días como este eran iguales, pero desde que me cargó el pinche diablo, estas noches siempre son igualitas.
- Bueno; esa noche me eché unas cuantas cervezas en ca` mi compadre Aniceto. Entre los dos nos bajamos un cartón de medias y él me dijo:
- Ya vete pinche compadre. Ya vete pa’ tu casa, que no tarda en echar su primer alarido el mendigo gritón.”
Yo todavía me aventé la del estribo antes de salir al camino y casi casi comenzando a caminar, escuché duro y bien fuerte el primer grito del malo.
-¡Pa’ su mecha me dije, ya me jodí!
 Que acelero la caminata. Nomás que ya iba medio pedo y de cuando en cuando me daba unos tropezones tremendos que iba a dar al suelo. Al poco rato, ahí estaba el grito más fuerte y mas cerquita y yo que a las prisitas iba pa’ que no me fuera a agarrar el condenado.
Pues así me fui casi huyendo en mi borrachera y sintiendo que casi me agarraba el chamuco diablo.
Al llegar al llanito, ya casi para llegar a mi casa sentí que me levantó y que me estaba llevando, pues me levantó del suelo y me llevaba a las carreras sacudiéndome mucho. Y yo me dije, ¡Ya me llevó la chingada! y hasta ahí me acuerdo, porque cuando volví a abrir los ojos ya estaba en la casa y mi vieja rete enojada me gritaba cosas y cosas que no recuerdo.
Cuando pasó el tiempo, dicen que al ir corriendo me monté accidentalmente en un burro viejo que se hallaba dormido en el mentado llanito y que se levantó conmigo encima, echándose a correr y llevándome en sus lomos por un buen rato, hasta que caí privado del conocimiento. Pero yo nunca lo he creído, pues yo le sentí los pelos y los cuernos al pinche gritón.
¡Sí señor, a mi me cargó el diablo!
Con esta afirmación rotunda y poderosa, el vieja no aquel se levantó de la silla y nada más se dio la vuelta, dio varios pasos por la enlodada calle desvaneciéndose entre la llovizna y la neblina de aquella triste y lóbrega noche de enero. Noche tétrica y semi oscura. Noche como para contar cuentos de espantos.



Enero de 1992



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