miércoles, 4 de junio de 2014

DE ARRIEROS.

La noche era brumosa por la reciente lluvia pasada que nos había alargado el camino, por lo que tuvimos que detenernos en aquel paraje desierto, rodeados de árboles sombrosos que aumentaban con sus follajes la oscura penumbra.
Don Valdemar con tranquilidad nos indicó.- ¡Ya no más! Hasta quí por hoy. Mientras Rogelio su ayudante y yo, nos detuvimos en la oscuridad húmeda, montando ambos nuestras bestias (Rogelio un Macho andarín de breves pesuñas y yo un potrillo rabialzado color flor de caña) que dejaron de chacualear sobre la lodosa brecha que ya no alcanzábamos a distinguir por el avance de la mancha nocturna.
Rogelio “El Secre” jalaba una recua de cinco mulas, cargadas con variedad de productos para la tienda “La Comercial”. Bien surtida expendeduría que Don Abelardo, el hermano mayor de Don Valde, administraba allá en Mecapalapa, comunidad serrana ubicada en una cuña del estado de Puebla que se encajaba como agudo raigón en el estado de Veracruz, que envolvía amorosamente esta región feraz de selva tropical.
Toda esta zona habitada por descendientes de gentes nativas de la raza Totonaca, agricultores la mayoría que conservaban sus genuinas tradiciones en sus costumbres y vestimentas.
Los tres, Don Valdemar, “El Secre” y yo, viajábamos desde el Puerto de Tuxpan como arrieros, transportando mercadería, entre las que distinguían los llamados ultramarinos (De más allá del mar) y que no eran más que productos enlatados; Chorizos de Pamplona, Aceites de Oliva, Sardinas, Salmones, Atunes, Jerez y Brandy, Quesos de bola y otras cosas más, pero también llevábamos telas, pescado y camarones secos, jarcias, balas y cartuchos, pólvora, tabaco en rama, reatas y cables Manila, Sombreros, cacao y unas latas de petróleo, en fin , infinidad de cosas que se venderían en esa tienda ya mentada. “La Comercial”. Mercancías que compraban los parroquianos
pobladores de las congregaciones cercanas a Mecapalapa, entre las que destacaban Pantepec, Caihuápan, El Carrizal, Zanatepec, El Terrero, Ixhuatlán, Metlatoyuca. Y otras más que se me escapan de la memoria.
Aquella vez les acompañaba como aprendiz, a sugerencia de mi padre, Don Aurelio Tríana, vecino de la Hacienda de Huitzilac, donde Don Valde pernoctaba de cuando en vez cuando llegaba a pasar por ahí, por lo que había echo amistad con mi papá.
Por esos años, (1930-36) aproximadamente, tendría yo como 14 años y era un espigado mozalbete larguirucho y “Jaquetón”, bueno pa` la jaripeada y los trabajos del corral pues me había creado entre la vaquereada, realizando desde muy pequeño este tipo de actividades en las que me embutí como cuchillo en su funda, o como cabo en el hacha, según se vea, o sea que al mero pelo.
Aquella vez Don Valde planeó hacer en una jornada el recorrido desde Tuxpan a Mecapalapa, conduciendo un convoy de 15 mulas, saliendo muy de mañanita con ánimos de llegar al mentado pueblo ya pardeando la tarde, pero hay veces el destino nos hace torcer los caminos muy a su albedrío, eso me sirvió para vivir una de las experiencias más inolvidables de las que me he topado en esta mi ya larga vida.
Resulta que el viajar arriando la mulada por esos primarios caminos que unían a las comunidades, era algo realmente fantástico y de atractivo inmenso para mis ojos mirones que absorbían todo con un ansia infatigable, pues la veredas se internaban con afecto por entre carrizales inmensos, matillas enormes de Otates, Guasimas y Huisaches, entre los que se escurrían arroyuelos saltones y cantarines de frescas aguas azulosas, los que entre peñascos verdes por los musgos se deslizaban sobre la hojarasca y los detritus de infinidad de follajes secos, los que producían aromas que flotaban en las bajo sombras del monte, en el que se distinguían gigantescos Higueros que se adherían por lo regular a ciclópeos Zapotes envolviéndolos con afecto con sus nudosas ramas como si fuesen brazos anhelantes, confundiéndose sus follajes en un revoltijo fantástico de verdes sublimes, diversos y frondosos. Entre este basto muestrario de frondas sobresalían por su sus ramaje tan distintivo infinidad de árboles de Hule, los que por lo regular mostraba en sus troncos las marcas de los machetazos que algún montuno cosechador de caucho les había producido. Quebraches, Chijoles, Chácas, Encinos, Tesmoles, Bienvenidos, Jobos, Cedros, Caobos y Zapotes, que también mostraba en sus troncos las marcas de los cosechadores de chicle, todos ellos formaban ese abigarrado panorama normal del monte virgen por el que transitábamos arreando nuestras mulas.
Los sonidos normales de la montaña nos acompañaban desde el amanecer, cientos de Loros, Cotorras y Pericos, parloteaban volando sobre las copudas arboledas, los Papanes alborotaban cuando avanzábamos por las bajo sombras donde alcanzábamos a distinguir hay veces el paso fugaz de algún animal silvestre, una zorra, un venado temazate, una ardilla, el vuelo de una paloma de anda pié, aunque sabíamos que existían animales de más talla esta vez no miré más que alguno de estos que he nombrado.
Los primeros kilómetros los avanzamos a buen ritmo, encontrándonos de cuando en cuando algún arriero haciendo el viaje al contrario del nuestro, con el que conversábamos momentáneamente intercambiando datos de cómo íbamos dejando el camino, noticias que ayudaban a transitar con más tranquilidad.
Como a las 12 del día, paramos a comer y descansar a la orilla de un riachuelo y bajo la sombra en una gran matilla de verdes otates, descargamos todos los bártulos de nuestros animales, para que se repusieran algo, bebieran agua a sus anchas, y ramonearan algo de pasto, grama o hierba, mientras nosotros preparamos una pequeña hoguera donde calentamos nuestro bastimento, que esa vez consistió en unas rojas enchiladas preparadas con salsa de Pipiancillo y unos buenos trozos de cecina de vaca gorda, que chirriaba al estar asándose sobre las brasas. De la transparente y cristalina corriente del arroyito tomamos agua y nos lavamos las manos y el rostro para refrescarnos, estabamos a media comida cuando sentimos en nuestros rostros y en todo nuestro cuerpo el cambio de clima, los caballos y las mulas inquietos pararon las orejas piafando nerviosos. Don Valde nos apuró diciéndonos.
— A cargar rápido, pues se nos viene un aguacero encima y esos hará que crezca el arroyo de “Sal si puedes”. Tenemos que cruzarlo si queremos llegar como lo planeamos.
Nos apuramos a cargas las bestias y a ensillar a nuestras monturas, cuando se soltó un chaparrón primero que no nos dio tiempo de ponernos las mangas, ni los forros a nuestros sombreros, entre la lluvia y masticando algún trozo de carne, acabamos las tareas y ya enmangados montamos, arreando a la recua hacia el camino entre gritos y silbidos para animarles a agarrar el ritmo del paso normal, lo que nos llevó a continuar nuestro viaje bajo los ramalazos del agua que salpicaba todo el monte e inundaba el camino tornándolo brillante y vaporoso.
Así marchamos por un buen rato bajo el incomodo golpeteo de las gotas de agua, cuando comenzó a relampaguear, y Don Valde nos dijo.
— Ya va a parar de llover.
Y así fue, como a la media hora el aguacero se convirtió en llovizna, después la brisa se llevó a las nubes quedando solo el encharcadero en toda la brecha y los follajes goteando como diminutas cáscaras de brillante agua plateada, “Lagrimas del monte” me dije para mis adentros.
Cuando llegamos al arroyo de “Sal si Puedes” que era una corriente de bajo nivel encajonada entre los taludes de tierra negra y porosa, nos apuramos a cruzarla pues ya se notaba algo crecida, acabábamos de hacerlo entre apuraciones, silbidos y gritos para animar a nuestra recua, cuando se vino la creciente en pleno, con una riada ruidosa llena de hojarascas y ramas, produciendo un rumor extraño y atemorizante entre espumarajos de lodo y hojas.
Cuando cruzamos el arroyo a de ver tenido como unos cincuenta u ochenta centímetros de profundidad aproximadamente más o menos, pero ahora su cauce aumentó a casi tres metros de altura, además de que la corriente arrastraba rocas, troncos y todo lo que hallaba a su paso, ocasionando con su avenida una destrucción de las orillas del torrente profundizando más la cuenca.
No esperamos más y continuamos nuestra marcha, respirando tranquilos porque no nos agarró la creciente cuando íbamos cruzando el arroyo, yo ya había escuchado historias donde las grandes chorreras se llevaban recuas completas y arrieros, que desaparecían pues jamás los encontraban, creo yo despedazados por tan titánicas fuerzas
que la naturaleza desataba de cuando en vez. Seguimos entre el lodachal, pues la brecha se había convertido en un eterno aguadije donde nuestros animales tenían que caminar con más cuidado, pues resbalaban y sus patas se sumergían entre el gramal produciendo un chacualéro monótono y desesperante.
Nuestro transitar se volvió lento y trabajoso, de cuando en vez alguna mula se quedaba pegada al lodo y no quería avanzar, obstinada y empeñosa se dejaba azotar sin moverse del lugar, entorpeciendo toda la marcha de la recua, hasta que la jalábamos con nuestros caballos, y así entre jalones, retardos, gritos y sombrerazos, el viaje se convirtió en un éxodo lento y sufriente como en un gólgota resbaloso que nos conducía a su libre arbitrio, sin control ya que era muy continuo el atascamiento de las mulas .
El húmedo ambiente se tornó gris y frío, mientras intentábamos avanzar entre voces, chiflidos y mentadas que es lo que distingue a un buen arriero, ya que con ello estimulábamos a los animales por entre el aguachalozo sendero, donde la mulada se rehuía hay veces a avanzar incomoda por las adherencias del grueso y pegajoso barro.
Pero no había de otra más que intentar seguir la lodosa trocha, pues todavía teníamos la idea de completar la jornada como lo teníamos planeado, el tiempo se nos vino rapidamente encima como un gris jorongo hasta que don Valdemar dijo.
—¡Ya no más! ¡Hasta aquí!
Agotados, enlodados hasta las orejas, salpicados y totalmente mojados, casi a oscuras, juntamos los animales en un pequeño promontorio cercano al camino para acampar, con nuestros machetes, chapoleamos un área de varios metros cuadrados y comenzamos a descargar a las mulas una por una, poniendo la carga sobre follajes recién cortados si pensábamos que podría soportar la humedad, y a las mercancías que pudieran echarse a perder por esto, las acomodamos sobre las lonas de los sudaderos, jáquimas, y aparejos, tapándolas con las lonas enceradas que llevábamos ex profeso.
Fue un trabajo rápido y extenuante pues la oscuridad se precipito sobre nosotros como un telón de un teatro ruinoso y abandonado, dejándonos casi sin poder ver ahí entre el humedal y la floresta que chorreaba agua, como lagrimones de helada melcocha.
Amarramos a tientas a las mulas en parejas, atándolas de las patas delanteras para que pudiesen buscar algo que comer y no se apartaran de donde pensábamos pernoctar, y a nuestras bestias de montar las apersogamos debajo de unos achaparrados Ojites, pues por experiencia sabíamos que el follaje de estos árboles era excelente pastura para los Equinos.
Ya en plena oscuridad buscamos la parte más alta del montículo aquel donde habíamos descargado nuestras mercancías, y sin dejar de comentar nuestras anteriores peripecias, comenzamos a intentar hacer campamento, utilizando los aperos de nuestras monturas para preparar los lechos. Caronas, sobre caronas y sudaderos fueron los “Colchones” las sillas de montar con los arciones y estribos doblados la “Cabecera” y la manga de hule nuestra “Cobija”, sobre la hierba nos acurrucamos sin poder encender una fogata pues todo estaba muy mojado y húmedo, de los  follajes caían infinidad de gotas de agua que escurrían salpicando todo y buscando el humus para integrase a la naturaleza que les absorbía con una ansiedad de sediento desquiciado, y a lo lejos retumbaba el aguacero retirándose como buscando entre relámpagos consecutivos la mejor vereda para llegar  a un incierto destino, ¿El mar? me pregunté.
De repente.
— ¡ Árreee Mula cabrona! ¡Parate jija de la chingada! ¡Jup jup jup! ¡Árreee guebona! ¡Jea jea jea! ¡Jump jump jump! ¡Arriba! Escuchamos resaltar lejanas estas expresiones que se llegaron a nosotros entre las corrientes del aire liviano que nos salpicaba con unas briznas de agua fría.
Don Valde nos dijo.
—Pobre amigo, a de tener atascadas varias mulas y ha de ir solito, pues no se escucha más que su voz. Y si no las logra sacar probablemente se le ahogue alguna. ¡Pobre cuate!
Aquellos gritos siguieron por un buen rato derramándose sobre el monte como bruma pesada que tratase de cubrir y guardar esto como un secreto, mientras nosotros comenzamos a dormitar, ya tranquilos platicando en tono bajo para pasar el rato esperando que el cansancio nos trajera un sueño reparador.
Don Valde nos platico alguna de sus andanzas por los pueblos de la sierra, recuerdo aquí una de sus anécdotas de cuando era joven. Nos conversó sobre uno de sus primeros viajes como ayudante de arriero de Xicotepec de Juárez a Ixhuatlán de Madero, en compañía de varios cazadores y viajantes entre los que iba un viejano fregón y delicado, de muy largos bigotes, al que todos los viajeros les había caído mal por sus simplezas en tocante a las incomodidades del viaje. Como tuvieron que pernoctar una noche, uno le los arrieros más jóvenes, muy bromista y travieso, en la noche y sin que nadie se diera cuenta, untó una delgada vara con su propio excremento y delicada pero silenciosamente se acercó al viejo bigotón a donde se hallaba bien dormido y le embarró despacito algo de sus heces sobre los pelos de su gran bigotazo, al otro día en el transcurso del viaje, el tal tipo se fue queje y queje que todo le olía a mierda. Y el travieso arriero contó su diablura hasta haber terminado el viaje. Mientras se reía para sus adentros al ver al chocante personaje arriscándose los bigotes sin entender de donde le llegaba tan fétido olor.
“El Secre” sinónimo de secretario, con el que conocíamos a Rogelio, nos platico alguna de sus canalladas, ya que era muy simpaticón, trabajador y ladino, algo chútaro en sus facciones y costumbres, con esto me refiero que le sobresalía su raza, mestiza muy rebajada, entre marrullero, astuto, perspicaz y malicioso, con una especial predilección para realizar acciones diferentes a lo común, como después supe, pero esto será tema de otra historia. Recuerdo que nos platicó como vio aparecerse un perro negro y enorme una noche en que visitaba una de sus mujeres, allá por la comunidad de Agua fría, perro al que le disparó varias veces sin lograr herirlo y que desde entonces siempre que andaba solo por alguna calle oscura, le llegaba a ver con sus ojos brillantes como brasas que le seguía de lejos entre las veredas pólvosas y entre los chaparrales, escondido pero siempre presente, como sombra del mal. Bueno esto nos contó esa noche. Y yo les hice reír al contarles mis inocentadas sobre mis primeras lídes de amor.
Cosas donde no tenía nada de experiencia, bueno en esas épocas no la tenia en nada, pero se trataba de conversar y cosechar el sueño a como diera lugar. El tiempo se fue escurriendo como agua tibia por el desagüe de un temascal. Entre los sonidos misteriosos del monte, pues el arriero de las mulas atascada tenía rato que se había callado, de cuando en vez aunque lejanos escuchamos los Coyotes, a los Tecolotes y los Tapacaminos, sonidos tan comunes para el avezado, como el de tronar de varas secas muy cerca de nosotros.
—Alguna Tuza real, un Armadillo, o un Mazacuate, nos dijo don Valde.
De repente percibimos también muy lejos un inquietante bramido, bufido o mugido ronco, atemorizante y repetitivo, un. – ¡UMMMMJ- Ummmmj- Ummmj-ummmmj! Grueso y sordo, ronco y grave, como si rasparan dos enromes troncos huecos. Sonido que venía como entre las ondas de la tierra pues lo escuchaba perfectamente en mi oído sobre el que estaba acostado. Y allá aún más lejos, como que le contestaba otro. ¡UMMMMJ- Ummmmj-ummmmj-ummmmjjj! Gruñido que escuchamos como de cuatro lados distintos, algunos más cerca de nosotros que otros.
La voz de “El Secre” sonó en la oscuridad con algo de preocupación, como si la dijera desde muy lejos y en tono bajo, como siseándola, preguntándole a Don Valdemar.
-¿Oiga patrón y ese sonido que lo produce? se oye como un tambor viejo y lejano, como un zumbido bronco y desapacible.  ¿Qué es?   
Don Valde al que alcance a ver por el brillo de la brasa de su cigarro que debajo del ala de su sombrero brillaba, mientras jalaba el humo de la prieta mixtura aromática, sombrero que tenía echado sobre el rostro para protegerse de la leve brisa, discretamente contestó desde la penumbra.
— Es el mugido de los Toros cimarrones, hay uno que otro amatillados por estos rumbos. ¡No te preocupes Secre! Duerme tranquilo.
Mientras se acomoda el “Siete equis”sobre la cara y se arrebujaba con la manga de hule al acomodarse, le noté cerca de su rostro el pavonado brillo de su pistola calibre 38 que invariablemente portaba en una fornitura de cuero piteado, en la que embonaban cuatro cargadores extras y que usaba ceñida en la cintura como una parte infaltable de su diaria indumentaria.
Yo adormilado, apreciaba todo esto, gozando y aprendiendo tan nuevas experiencias que formarían este carácter tan ligerito y explayado que ahora tengo.
Muy de madrugadita nos levantamos e intentamos hacer una hoguera que prendió a las quinientas entre sopladas y resopladas, entre humaredas y fumaradas logramos calentar agua en un pocillo para hacernos un cafecito y recalentar las enchiladas y las caronas(Tortillas con las que cubrían las enchiladas en el paquete en el que viajaban, quedando embarradas de salsa, frijoles y grasa) sobrantes de la comida del día anterior, dándonos un buen banquetazo que nos supo a la gloria después de que en la noche no habíamos probado ningún alimento.
Iniciamos el viaje entre chiflidos y gritos, que animaron el ambiente y que espanto a las aves del contorno que levantaron el vuelo entre alharacas y silbidos, las mulas descansadas reemprendieron el paso animadas y estimuladas por el hermoso amanecer, brillante embrujo de jaspeadas luminiscencias que se desmadejaban entre esponjosas nubes blancas y retazos de cielo azul intenso, el monte olía a húmedo llegándonos ondas de aromas excitantes y para mi algunos perturbadores, pues les notaba algo sexuales y lascivos, tal vez por sentirme descansado, vivo y lozano, joven y ganoso, con el corazón al flor de piel, aprendiendo cosas muy de mi gusto, entre hombres (Para mi, muy hombres) de experiencia y de bastos conocimientos en estos argüendes de la arrierada.
Llegamos a nuestro destino, Mecapalapa, como a las once del día bajo los rayos de sol que resecaban la brecha dejando un tlajalero que simulaba la piel descascarada de una inmensa y gigantesca criatura muerta hacía miles de años, los perros en una cacofonía de ladridos nos acompañaron un buen trecho entre las empedradas calles antes de llegar al gran portón de la casa grande, donde bajo de un enorme Tamarindo descargamos nuestra mulada, la que atendimos bien, revisándole los lomos por si alguna se había herido o lastimado, las peinamos con unos enormes cepillos de raíz, cosa que les agradaba mucho, y una a una las amarramos junto a una larga canoa donde les pusimos una revoltura de alimento que consistía, en paja, cebada y maíz, que era el premió por haberse portado a la altura en este viaje. A nuestras monturas les hicimos lo mismo y acomodamos todos los aperos en la bodega que para eso tenían junto del gran Tamarindo, después de todos estos quehaceres, Don Valde se dirigió a hacer cálculos con su hermano Don Abelardo y a entregar las cuentas, mientras nosotros pasamos a la parte de enfrente o sea a la tienda en si, a tomarnos un refresco, producto local ya que ahí mismo los envasaban, a los que les decíamos limonadas.
A la hora de la comida, cuando le agradecí a Don Valdemar sus enseñanzas y le pregunté cuando realizaríamos el viaje de regreso, me platico muy bajito.
—Tríana, recuerdas el bufido de anoche, el que le dije al Secre que eran toros Cimarrones. Pues no, no eran toros Cimarrones. Eran Tigres. No los quise preocupar, pero me estuve bien pendiente toda la noche, esperando que los animales se espantaran, cosa que no pasó afortunadamente. Y por lo otro, mañana viajamos rumbo al Castillo de Teallo y te pasaré a dejar a Huitzilac, con tu papa. ¿De acuerdo?
Yo absorbí el informe y lo asimilé como una más de las tantas cosas que fui aprendiendo por esos días y por esos rumbos de la sierra hermosa de los estados de Puebla y Veracruz.




Xalapa, Ver. 31 de Marzo del 2006.                                               S.a.C.f.  Don Art.


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