LA
MOLIENDA
Por
la brecha bordeada de hierbajos, caminaba apresurado aquella vez. Con el
corazón alegre, pues iba en busca de la razón de mis inquietudes. Una jovencita
piernilínda de pelo largo y negro y de nariz
respingada que me había citado en el cañál.
De la orilla del camino iba cortando
flores silvestres, que pensaba regalarle a mí adorada en un pequeño ramo,
cuando la tuviera al alcance de mis manos. Pues ella se había escapado de la
escuela en compañía de otras dos amigas y pensaban pasar un buen rato en la
molienda de cañas. Ranchito propiedad de mi amigo Benito, quien se dedicaba a
producir panelas, y que servia de paseo para los habitantes del pueblo donde
residíamos.
El entretenimiento general era
sencillo y divertido. Desde empujar a mano los maderos que hacían girar el
trapiche. Meter las cañas entre los gruesos rodillos de hierro que las
exprimían. Atajar en los moldes de barro, que eran unos toscos depósitos de
gruesas paredes en donde se hacían las panelas al cristalizarse la miel cocida,
el dulce jugo natural de color terroso. Y si estaban laborando los cañeros,
esperar a que se cumpliera el ciclo de producción. Corte de las cañas, molienda
en el trapiche, con tracción animal, mulas o bueyes, cocimiento en las grandes
pailas del jugo, hasta que se hacía miel, probando en el trayecto, primero el
jugo caliente, al que ya en el vaso le poníamos una hojita de árbol de pimienta
o de naranjo, lo que le daba al brebaje un sabor exótico y diferente que era
muy reanimador. La espuma (Cachaza) cuando se purificaba la miel, la comíamos
utilizando un gran pedazo de gabazo de caña exprimida que introducíamos entre
la ardiente espuma que se desparramaba sobre un gran cono truncado de lamina,
que se colocaba cubriendo toda la boca del gran cazo donde hervía el aguamiel,
evitando con ello que al crecer la mezcolanza hirviente, se derramara al suelo.
Luego cuando se quitaba este artefacto, metíamos cañas curvas y delgadas a la
hirviente melaza de color dorado. La caña salía embarrada de una miel a la que llamábamos chicle, porque era
pegajosa. De ahí, esta melaza al continuar cociéndose, se comenzaba a transparentar
al ir cristalizándose. A este producto le llamábamos conserva, pues era cuando se sacaban de ella
las calabazas, chilacayotes, plátanos o limones reales que previamente se
habían metido en la paila para que se cocieran entre la miel. Después, aún más
cocida esta melaza, se vaciaba con un gran cucharón sobre los moldes de barro
antes descritos, en donde al enfriarse comenzaba el momento de cristalización,
quedando así hechos los pilones, que luego ya fríos los
ataban
diestramente envolviéndolos por pares en hojas secas de las matas de caña,
formando así las conocidas panelas.
A esto íbamos al cañál siempre, aunque
a mí ahora me serviría como amparo de mi cita de amor. Era a inicios de Enero, en
pleno invierno y hacía mucho frío, tanto que había observado un preludio de
nevada, cosa rara por estas nuestras ardientes tierras. Para mí era muy extraño
pues jamás en mi corta vida había tenido la experiencia de ver nevar. Mas esa
vez en el camino al cañál, mire como del cielo caían infinidad de pequeñísimos
copos de nieve a los que confundí con cenizas, ya que me encontraba muy cerca
de la molienda y en ella para cocer el jugo de las cañas, prendían unos grandes
fogones aprovechando como combustible los gabazos secos de las cañas molidas
que producen abundantes y ligeras cenizas. Más no. Esa vez era tanto el frío
que en realidad comenzó a nevar, aunque los mínimos copos jamás cubrieron la
tierra, ni las ramas de los arbustos y árboles, pues se derretían al posarse sobre
estos. Lo que si me preocupó fue encontrar varios cadáveres de aves tirados por
la senda, muertos por el tremendo frío. Cosa rara y extraña, más con el paso de
los días murieron árboles, pasto y las grande acagualeras de las laderas de los
cerros se secaron por la tremenda helada de aquel año. Como nota curiosa, ese
año se secó la Gran Ceiba que adornaba y daba nombre a un poblado de mi región.
Bueno, cuando llegué a la molienda, la niña de
mis antojos ya se encontraba saboreando un vaso de jugo de caña, que en
compañía de sus amigas habían logrado producir, empujando ellas el trapiche.
Discretas sus compañeras nos dejaron solos para que nos pudiéramos entrevistar
sin testigos. Ella sonriente y sonrosada, me ofreció su vaso con jugo de caña
recién exprimido, y yo le obsequié mi ramito de flores silvestres recogidas a
la orilla del camino. Le tomé de la mano y la conduje entre los grandes
montones de blancos gabazos de las cañas exprimidas, donde buscamos refugio a
miradas indiscretas y pudimos darnos los más dulces besos almibarados con el
rico jugo de las cañas de la molienda de mi amigo Benito.
Esos besos aun viven pulsátiles en mi
recuerdo como límpidas calcomanías de una época azul, ilusoria, diáfana y
feliz. Jamás los olvido. Besos de mi juventud, besos limpios, frescos como agua
de manantial, besos que me sabían a miel de caña, besos en los que entregábamos
el alma y el corazón al ritmo de nuestra sangre, y que se quedaron como
parámetro comparador de los besos que en el futuro pudimos dar.
Xalapa,
Ver. 30 de Diciembre de 1998. 19.00 Hrs.
S.a.C.f.
No hay comentarios:
Publicar un comentario