sábado, 19 de julio de 2014

LA MOLIENDA

          Por la brecha bordeada de hierbajos, caminaba apresurado aquella vez. Con el corazón alegre, pues iba en busca de la razón de mis inquietudes. Una jovencita piernilínda de pelo largo y negro y de nariz respingada que me había citado en el cañál.
          De la orilla del camino iba cortando flores silvestres, que pensaba regalarle a mí adorada en un pequeño ramo, cuando la tuviera al alcance de mis manos. Pues ella se había escapado de la escuela en compañía de otras dos amigas y pensaban pasar un buen rato en la molienda de cañas. Ranchito propiedad de mi amigo Benito, quien se dedicaba a producir panelas, y que servia de paseo para los habitantes del pueblo donde residíamos.
          El entretenimiento general era sencillo y divertido. Desde empujar a mano los maderos que hacían girar el trapiche. Meter las cañas entre los gruesos rodillos de hierro que las exprimían. Atajar en los moldes de barro, que eran unos toscos depósitos de gruesas paredes en donde se hacían las panelas al cristalizarse la miel cocida, el dulce jugo natural de color terroso. Y si estaban laborando los cañeros, esperar a que se cumpliera el ciclo de producción. Corte de las cañas, molienda en el trapiche, con tracción animal, mulas o bueyes, cocimiento en las grandes pailas del jugo, hasta que se hacía miel, probando en el trayecto, primero el jugo caliente, al que ya en el vaso le poníamos una hojita de árbol de pimienta o de naranjo, lo que le daba al brebaje un sabor exótico y diferente que era muy reanimador. La espuma (Cachaza) cuando se purificaba la miel, la comíamos utilizando un gran pedazo de gabazo de caña exprimida que introducíamos entre la ardiente espuma que se desparramaba sobre un gran cono truncado de lamina, que se colocaba cubriendo toda la boca del gran cazo donde hervía el aguamiel, evitando con ello que al crecer la mezcolanza hirviente, se derramara al suelo. Luego cuando se quitaba este artefacto, metíamos cañas curvas y delgadas a la hirviente melaza de color dorado. La caña salía embarrada de una  miel a la que llamábamos chicle, porque era pegajosa. De ahí, esta melaza al continuar cociéndose, se comenzaba a transparentar al ir cristalizándose. A este producto le llamábamos  conserva, pues era cuando se sacaban de ella las calabazas, chilacayotes, plátanos o limones reales que previamente se habían metido en la paila para que se cocieran entre la miel. Después, aún más cocida esta melaza, se vaciaba con un gran cucharón sobre los moldes de barro antes descritos, en donde al enfriarse comenzaba el momento de cristalización, quedando así hechos los pilones, que luego ya fríos los
ataban diestramente envolviéndolos por pares en hojas secas de las matas de caña, formando así las conocidas panelas.
          A esto íbamos al cañál siempre, aunque a mí ahora me serviría como amparo de mi cita de amor. Era a inicios de Enero, en pleno invierno y hacía mucho frío, tanto que había observado un preludio de nevada, cosa rara por estas nuestras ardientes tierras. Para mí era muy extraño pues jamás en mi corta vida había tenido la experiencia de ver nevar. Mas esa vez en el camino al cañál, mire como del cielo caían infinidad de pequeñísimos copos de nieve a los que confundí con cenizas, ya que me encontraba muy cerca de la molienda y en ella para cocer el jugo de las cañas, prendían unos grandes fogones aprovechando como combustible los gabazos secos de las cañas molidas que producen abundantes y ligeras cenizas. Más no. Esa vez era tanto el frío que en realidad comenzó a nevar, aunque los mínimos copos jamás cubrieron la tierra, ni las ramas de los arbustos y árboles, pues se derretían al posarse sobre estos. Lo que si me preocupó fue encontrar varios cadáveres de aves tirados por la senda, muertos por el tremendo frío. Cosa rara y extraña, más con el paso de los días murieron árboles, pasto y las grande acagualeras de las laderas de los cerros se secaron por la tremenda helada de aquel año. Como nota curiosa, ese año se secó la Gran Ceiba que adornaba y daba nombre a un poblado de mi región.
           Bueno, cuando llegué a la molienda, la niña de mis antojos ya se encontraba saboreando un vaso de jugo de caña, que en compañía de sus amigas habían logrado producir, empujando ellas el trapiche. Discretas sus compañeras nos dejaron solos para que nos pudiéramos entrevistar sin testigos. Ella sonriente y sonrosada, me ofreció su vaso con jugo de caña recién exprimido, y yo le obsequié mi ramito de flores silvestres recogidas a la orilla del camino. Le tomé de la mano y la conduje entre los grandes montones de blancos gabazos de las cañas exprimidas, donde buscamos refugio a miradas indiscretas y pudimos darnos los más dulces besos almibarados con el rico jugo de las cañas de la molienda de mi amigo Benito.
          Esos besos aun viven pulsátiles en mi recuerdo como límpidas calcomanías de una época azul, ilusoria, diáfana y feliz. Jamás los olvido. Besos de mi juventud, besos limpios, frescos como agua de manantial, besos que me sabían a miel de caña, besos en los que entregábamos el alma y el corazón al ritmo de nuestra sangre, y que se quedaron como parámetro comparador de los besos que en el futuro pudimos dar.


Xalapa, Ver.  30 de Diciembre de 1998.  19.00 Hrs.
S.a.C.f.



No hay comentarios:

Publicar un comentario