sábado, 19 de julio de 2014

LA DOÑA
Una potranca.

Nació, una tardecita de Mayo bajo de unos encinos, en el potrero y como a las seis de la tarde. Cuando llegué junto a ella, se acababa de poner de pié, arrastrando aún el cordón umbilical que ya se le comenzaba a resecar. Su madre, le lamía la piel limpiándole los residuos de placenta y líquido amniótico. Ella temblorosa, trataba de continuar erguida sobre sus cascos amarillos por lo tiernos.
Era colorada, con las patas negras,
 - ¡Que buena montura será! me dije, notando su talla. Mediría como noventa centímetros de altura de los cascos delanteros a la cruz. De orejas paradas, cola alborotada que movía nerviosa, espantándose las moscas, que necias le rodeaban buscando residuos de humedad lubrica. Su cuello, orgulloso, reflejaba las características de su padre, el potro “El Cuervo”, un negro zaino de fama regional. La talla alta la sacaría de su progenitora, “La Coyota”, yegua de la manada de mi patrón  Don Valdemar Cabrera, que la prefería en sus andanzas por los lomeríos de su propiedad por su doble andadura.
La pequeña potranca era nerviosa y con clase. Al notarlo, me dije.
- A esta la voy apartar y la amansaré con mucha dedicación y cariño. La arrendaré como debe ser, pa` que jale pa donde yo quiera y a donde la lleve.
Con el tiempo, la fui acostumbrando a mi persona. Con mucho cuidado la lacé por vez primera, cosa que me gusto mucho, pues por sus brincos y corcoveos, demostró la clase que tenía. La jalé con cuidado pero enérgicamente, sintiendo los tirones en las palmas de las manos al rasparme la rudeza de mi lazadera, hasta que le pude acariciar la grupa y las ancas. Luego y a cada vez que tenía tiempo, pues las tareas del rancho nunca acaban, le volvía a enlazar acercándola a mi, para acariciarle y peinarle con las manos las crines, acariciarle la cruz, los lomos, los belfos y los hijáres, cosa que no le gustaba pues tenía muchas cosquillas, más poco a poco la fui amansando, que a los pocos meses, ella me buscaba para que le jalara las orejas y le rascara los corvejones y los brazuelos.
          Así fue pasando el tiempo y la potranquita a la que bautice con el nombre de “La Doña” por su pinta altiva y orgullosa, iba desarrollándose muy bonita.
          Tendría como diez meses, cuando le puse amarrado por los codillos y el lomo, un pedazo de cabestrillo de crin, pa` que se acostumbrara al roce de la cuerda y se le fueran quitando las cosquillas. Ella ya respondía al jalón de la reata cuando la traía atada del cuello. Le tejí una gamarra de hilaza de dos colores, que le coloque sobre su cabeza, jalándole un mechón de crin sobre la frente, como le
aprendí mi patrón Don Valde, ya que el invariablemente acostumbraba hacerle eso a sus caballos cuando les colocaba la cabezada del freno.
          La llevaba a bañar al arroyo cada mes, y le cepillaba muy bien de la testuz a las ancas, de la cruz a las pesuñas, peinándole la cola y las cerdas del la crin, que le brillaran de restregadas. La traía muy consentida, esperando que se allegara a mi persona, para cuando le pusiera por vez primera la montura, supiera que era para mi placer y servicio.
          Cuando me dirigía a los quehaceres normales del racho y pasaba cerca del potrero o achicadero donde ella pastoreaba, le comenzaba a silbar  así.
          - ¡ Fi,fi,fi,fi,fi,fi,fiu ¡ ¡Fi,fi,fi,fi,fi,fi.fi,fiu!
          Y ella corría desde donde estuviera para acercarse y a través de la cerca de alambres de púas, le pudiera acariciar la quijada y los belfos.
          Era tal la comunicación que teníamos, que cuando murió, lo supe inmediatamente y lo presentí.
          Fue una tarde del mes de agosto, ya oscureciendo, me dirigía caminando a apersogar a mi alazán, al achicadero más próximo, después de acabar la rutina diaria, cuando sentí una ráfaga helada de aire sobre la nuca, de esos airecitos que te dan escalofríos y que te dejan inquieto pues no concibes de donde vienen, al notar los follajes de los árboles y de la acagualera estáticos y sin movimiento. Me sentí raro, más no le di importancia, siendo como soy de incrédulo para este tipo de fenómenos y acostumbrado en el campo a experimentar y ver hay veces cosas extrañas y sin explicación. Bueno, llegué a la casa con cierta inquietud que se desvaneció después de saborear una frugal cena  en compañía de la familia.
          Al otro día, como a las doce del día miré sobre el cielo una parvada  de zopilotes que volando en círculos me indicaron que habría algún animal muerto en los potreros. Jamás me imagine que la que había dejado de existir era mi querida potranca. De todos modos, intrigado por el vuelo de los carroñeros, me dirigí orientado por ellos mismos hacía donde descendían planeando sobre los huisaches y los rocillales. Encontré a mi potranca ya muerta, estirada y tiesa, con los ojos abiertos. Había muerto sufriendo espasmos dolorosos, pues al pasar mi mano sobre sus lomos, en una caricia en la que expresaba mi dolor por su muerte, esta quedó empapada de sangre.
          - ¡Maguaquite! - me dije.- Me la mató un pínche Maguaquite.
          Estas serpientes son peligrosísimas, por estos rumbos existen, ya que se vienen arrastradas en las crecientes del arroyo de los montes vírgenes de las tierras altas y se llegan a nuestras suaves tierras perjudicándonos de cuado en vez. Los Maguaquites son el “Coco” de los peones y terratenientes, pues llegan a matar gentes y animales.
          El que me mató a “La Doña”, tuvimos la suerte de encontrarlo, ya que de coraje, mandé chapolear una gran área cerca de donde murió mi potra.
 Era un enorme Rabo amarillo, también llamado cuatro narices o Nauyaca que en un gehuital se hallaba amatillado, creí yo rumiando su mala obra. Al peón que lo mató, le di de recompensa una buena lana, ya que me la apartó colgada de una vara larga y puntiaguda que le clavó en la cabeza, para que la pudiera ver y comprobar que la había matado. El mendigo bicho medía como un metro y medio de largo aproximadamente, era enorme para su especie.
A mi potranca no la enterré, por estos lugares esto no se acostumbra. Preferimos dejar que los carroñeros, (Coyotes, Auras, Quebrantahuesos, Zopilotes y Hormigas) hagan su labor altruista y aséptica.
Jamás volvió a nacer otro animal con las características de “La Doña”, por lo tanto no me volví a encariñar otra vez como con ella. Solo la extraño de cuando en vez, y oigo sus relinchos por los lomeríos en las tardecitas de tormenta y cuando acaba de pasar algún aguacero, escucho con atención su galope por entre las grises nubes que se alejan de mis rumbos y mentalmente le digo. ¡Adiós Doña¡ ¡Fi,fi,fi,fi.fi.fi,fiuu!¡ ¡Fi,fi,fi,fi,fi,fi,fiuu!

S.a.C.f.

Xalapa, Ver. 3 de Marzo del 2003.

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