LA
DOÑA
Una
potranca.
Nació,
una tardecita de Mayo bajo de unos encinos, en el potrero y como a las seis de
la tarde. Cuando llegué junto a ella, se acababa de poner de pié, arrastrando
aún el cordón umbilical que ya se le comenzaba a resecar. Su madre, le lamía la
piel limpiándole los residuos de placenta y líquido amniótico. Ella temblorosa,
trataba de continuar erguida sobre sus cascos amarillos por lo tiernos.
Era
colorada, con las patas negras,
- ¡Que buena montura será! me dije, notando su
talla. Mediría como noventa centímetros de altura de los cascos delanteros a la
cruz. De orejas paradas, cola alborotada que movía nerviosa, espantándose las
moscas, que necias le rodeaban buscando residuos de humedad lubrica. Su cuello,
orgulloso, reflejaba las características de su padre, el potro “El Cuervo”, un
negro zaino de fama regional. La talla alta la sacaría de su progenitora, “La
Coyota”, yegua de la manada de mi patrón
Don Valdemar Cabrera, que la prefería en sus andanzas por los lomeríos
de su propiedad por su doble andadura.
La
pequeña potranca era nerviosa y con clase. Al notarlo, me dije.
-
A esta la voy apartar y la amansaré con mucha dedicación y cariño. La arrendaré
como debe ser, pa` que jale pa donde yo quiera y a donde la lleve.
Con
el tiempo, la fui acostumbrando a mi persona. Con mucho cuidado la lacé por vez
primera, cosa que me gusto mucho, pues por sus brincos y corcoveos, demostró la
clase que tenía. La jalé con cuidado pero enérgicamente, sintiendo los tirones
en las palmas de las manos al rasparme la rudeza de mi lazadera, hasta que le
pude acariciar la grupa y las ancas. Luego y a cada vez que tenía tiempo, pues
las tareas del rancho nunca acaban, le volvía a enlazar acercándola a mi, para
acariciarle y peinarle con las manos las crines, acariciarle la cruz, los
lomos, los belfos y los hijáres, cosa que no le gustaba pues tenía muchas
cosquillas, más poco a poco la fui amansando, que a los pocos meses, ella me
buscaba para que le jalara las orejas y le rascara los corvejones y los
brazuelos.
Así fue pasando el tiempo y la
potranquita a la que bautice con el nombre de “La Doña” por su pinta altiva y
orgullosa, iba desarrollándose muy bonita.
Tendría como diez meses, cuando le
puse amarrado por los codillos y el lomo, un pedazo de cabestrillo de crin, pa`
que se acostumbrara al roce de la cuerda y se le fueran quitando las
cosquillas. Ella ya respondía al jalón de la reata cuando la traía atada del
cuello. Le tejí una gamarra de hilaza de dos colores, que le coloque sobre su
cabeza, jalándole un mechón de crin sobre la frente, como le
aprendí mi
patrón Don Valde, ya que el invariablemente acostumbraba hacerle eso a sus
caballos cuando les colocaba la cabezada del freno.
La llevaba a bañar al arroyo cada mes,
y le cepillaba muy bien de la testuz a las ancas, de la cruz a las pesuñas,
peinándole la cola y las cerdas del la crin, que le brillaran de restregadas.
La traía muy consentida, esperando que se allegara a mi persona, para cuando le
pusiera por vez primera la montura, supiera que era para mi placer y servicio.
Cuando me dirigía a los quehaceres
normales del racho y pasaba cerca del potrero o achicadero donde ella
pastoreaba, le comenzaba a silbar así.
- ¡ Fi,fi,fi,fi,fi,fi,fiu ¡
¡Fi,fi,fi,fi,fi,fi.fi,fiu!
Y ella corría desde donde estuviera
para acercarse y a través de la cerca de alambres de púas, le pudiera acariciar
la quijada y los belfos.
Era tal la comunicación que teníamos,
que cuando murió, lo supe inmediatamente y lo presentí.
Fue una tarde del mes de agosto, ya
oscureciendo, me dirigía caminando a apersogar a mi alazán, al achicadero más
próximo, después de acabar la rutina diaria, cuando sentí una ráfaga helada de
aire sobre la nuca, de esos airecitos que te dan escalofríos y que te dejan
inquieto pues no concibes de donde vienen, al notar los follajes de los árboles
y de la acagualera estáticos y sin movimiento. Me sentí raro, más no le di importancia,
siendo como soy de incrédulo para este tipo de fenómenos y acostumbrado en el campo
a experimentar y ver hay veces cosas extrañas y sin explicación. Bueno, llegué
a la casa con cierta inquietud que se desvaneció después de saborear una frugal
cena en compañía de la familia.
Al otro día, como a las doce del día
miré sobre el cielo una parvada de
zopilotes que volando en círculos me indicaron que habría algún animal muerto
en los potreros. Jamás me imagine que la que había dejado de existir era mi
querida potranca. De todos modos, intrigado por el vuelo de los carroñeros, me
dirigí orientado por ellos mismos hacía donde descendían planeando sobre los
huisaches y los rocillales. Encontré a mi potranca ya muerta, estirada y tiesa,
con los ojos abiertos. Había muerto sufriendo espasmos dolorosos, pues al pasar
mi mano sobre sus lomos, en una caricia en la que expresaba mi dolor por su
muerte, esta quedó empapada de sangre.
- ¡Maguaquite! - me dije.- Me la mató
un pínche Maguaquite.
Estas serpientes son peligrosísimas,
por estos rumbos existen, ya que se vienen arrastradas en las crecientes del
arroyo de los montes vírgenes de las tierras altas y se llegan a nuestras
suaves tierras perjudicándonos de cuado en vez. Los Maguaquites son el “Coco”
de los peones y terratenientes, pues llegan a matar gentes y animales.
El que me mató a “La Doña”, tuvimos la
suerte de encontrarlo, ya que de coraje, mandé chapolear una gran área cerca de
donde murió mi potra.
Era un enorme Rabo amarillo, también llamado cuatro
narices o Nauyaca que en un gehuital se hallaba amatillado, creí yo rumiando su
mala obra. Al peón que lo mató, le di de recompensa una buena lana, ya que me
la apartó colgada de una vara larga y puntiaguda que le clavó en la cabeza,
para que la pudiera ver y comprobar que la había matado. El mendigo bicho medía
como un metro y medio de largo aproximadamente, era enorme para su especie.
A
mi potranca no la enterré, por estos lugares esto no se acostumbra. Preferimos
dejar que los carroñeros, (Coyotes, Auras, Quebrantahuesos, Zopilotes y
Hormigas) hagan su labor altruista y aséptica.
Jamás
volvió a nacer otro animal con las características de “La Doña”, por lo tanto
no me volví a encariñar otra vez como con ella. Solo la extraño de cuando en
vez, y oigo sus relinchos por los lomeríos en las tardecitas de tormenta y
cuando acaba de pasar algún aguacero, escucho con atención su galope por entre
las grises nubes que se alejan de mis rumbos y mentalmente le digo. ¡Adiós
Doña¡ ¡Fi,fi,fi,fi.fi.fi,fiuu!¡ ¡Fi,fi,fi,fi,fi,fi,fiuu!
S.a.C.f.
Xalapa,
Ver. 3 de Marzo del 2003.
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