lunes, 13 de mayo de 2013


A MARIA ANDREA
                                      Doña Ma. Andrea.



S

ería en los años entre 1850 ó 1880 aproximadamente cuando, según crónicas verbales que vinieron deslizándose entre generación y generación. Llegó del rumbo del estado de Veracruz probablemente de Santiago de la Peña, cerca de Tuxpan, por el Camino Real que comunicaba en aquel entonces este puerto con la Vía del Ferrocarril que venía de la capital de México con rumbo a Tampico y que llegaba nada mas hasta la estación de Beristaín; esta importante vía quedó inconclusa también del rumbo de Tampico al Distrito Federal, llegando hasta la congregación de Magozal.
         Bueno pues el camino real pasaba siguiendo en esta parte la margen izquierda del río San Marcos, el que daba en esos tiempos nombre a una inmensa hacienda, la que fue una de las primeras criadoras de reses en la República, claro, después de la hacienda de San Mateo, allá en el Estado de México.
El Camino Real estaba cercado por inmensos Caobos, Cedros, Higueros, y flora exuberante y de follajes diversos que cubrían con un manto extenso y denso todo lo que se podía mirar y precisamente en esta parte pasaba exactamente por los límites de los Estados de Puebla y Veracruz, distinguiéndose porque desembocaban hacia el río y casi perpendicularmente dos arroyos, uno el mas pequeño, corría del estado de Veracruz hacia el San Marcos y el otro algo mas caudaloso salía del estado de Puebla desembocando en el río.
Ahí existía ya un pequeño asentamiento humano en un pequeño vallecito que estaba en el ángulo formado por el río y el arroyo del estado de Puebla.
 Bueno por ahí llego cierta vez a radicar por gusto, una mujer que traía por compañía a un arriero chaparrito de ojos amarillos e inexpresivos, el cual jalaba tres mulas grandotas, tipo norteñas, en las que cargaba los utensilios de aquella mujer a la que acompañaba por esos riesgosos caminos encantados.
La mujer, hembra, robusta y fuerte, de estatura no tan baja y de pelo rizado y negro, largo y abundante que se amarraba en un grueso chongo y que se protegía del sol y la lluvia con un sombrero de alas gachas y anchas.
         Ella mostraba en su presencia una enérgica decisión, como si cada acto de su persona tuviera un objetivo razonado de antemano, la mujer aquella aparentaba tener unos 40 o 45 años, lo que por aquellos tiempos era una edad madura, puesto que los niveles de supervivencia no rebasaban los 50 años.
La activa y robusta mujer, habló con los habitantes del pequeñísimo asentamiento humano, quienes se dedicaban principalmente a la caza y a la pesca,  abundantes ambas cosas por aquellas fechas y les pidió le ayudaran a construir su vivienda, casi en la orilla del arroyo sobre un montículo cercano que después se descubrió que era un “Cube”, base de piedras en donde existió una casa de los antiguos habitantes del vallecito, como confirmó con el tiempo al descubrir vestigios que indicaban que había existido ahí  otro conglomerado de viviendas, las que probablemente hayan sido una colonia de las cercana ciudad Totonaca de Tuzamapán, en el vecino estado de Veracruz.
Los nobles habitantes, entre los que destacaban algunos apellidos como Rivera, Gaona, Torres, Rojas, Huerta, Reyes, de sonoridades peninsulares así como nombres propios peculiares como el de Aburio, Lucana, Aniceto, Leocadio, Agrícola, Longíno, Procuela, Pasiano, Sostenes, Procopio, Reveliano, Pascal, Perpetua, Nemesio, Leocadia, Abundio, Jaimé, Anacleto, Silvino, Casto y otros que a la recién llegada le parecían tan musicales.
Toda esta amena gente le proporcionó la mano de obra necesaria, y pronto la mujer y el arriero pudieron contar con casa, a la que después añadieron unos corrales en donde amacheraron sus bestias de carga y de montar y con mucho entusiasmo y mas dedicación pronto se hicieron de una buena parvada de gallinas, patos silvestres y algunos guajolotes, los que les produjeron huevo y carne, además se conchabaron una pareja de marranos logrando en poco tiempo contar con una pequeña piara que les proporcionó manteca, chorizo y carne para el consumo.
La mujer mandó ampliar sus corrales y comenzó a dar albergue a los arrieros y viajantes que por el Camino Real pasaban para ambos rumbos, a los que se le hacia tarde en la ruta.
Con el paso del tiempo los viajeros y la arrierada, comenzaron a tomar la vivienda de la mujer, como lugar de paraje, descanso y reunión, fijando por necesidad a este lugar como punto terminal de una jornada.
En aquellos tiempos, un arriero con su ayudante movía por el camino hasta una docena de mulas, contando las monturas en las que ellos se transportaban, resultaba muy bonito y hasta espectacular cuando se llegaban a encontrar tres o cuatro de estos convoyes de animales. Era verdaderamente una romería el movimiento de descargar a las bestias por las tardes, el acomodar los bultos, sacos pequeños, fardos y empaques, los olores de las variadas mercancías, combinados con el aroma natural del sudor de los caballos, mulas y machos, así como el movimiento inquieto de estos al percibir el fresco e incitador aroma de las hojas de Ojite o el olor del sacáte guinea recién picado que les servirían de pastura, los gritos y silbidos de algún ayudante, cuando conducía a la manada de mulas a abrevar al cercano arroyo, las que producían un ruido peculiar al azotar las piedras del cascajal con sus pesuñas herradas y esta escandalera espantaba a las parvadas de Loros, Cotorras y Pericos que sobre los copudos higueros se atarragaban de sus frutos maduros y volaban en caótica algarabía que se extendía en la parda tarde selvática.
Mientras en la casa, la señora aquella les proporcionaba alimentos a los hombres, en una larga mesa hecha con tablones rústicos de cedro, mesa que estaba a un lado de la casa, bajo de un gran tejaban techado con hojas de palma Real, las que lucían la pátina que les dejaba el humo del gran fogón donde se cocían los alimentos.
De asientos y bancos esta gran mesa tenía unas costeras de madera cortadas angostas y que estaban sostenidas por unas horquetas de guayabo clavadas en la tierra. En ese ambiente se platicaban las peripecias del viaje, se intercambiaban noticias, se advertía de peligros y emboscadas y se confidenciaban infinidad de detalles entre los rudos hombres del camino, viajeros infatigables, los sabios de la brecha y la vereda, los hombres arriesgados que abrieron los primeros caminos y que las mas de las veces exponiendo sus vidas emprendían los largos viajes llevando desde una carta de amor, hasta una delicada y fina vajilla de la China y los llamados ultramarinos que en este caso venían del puerto de Tuxpan, junto a los productos nacionales, estos heroicos hombres, ahora ya míticos, los mentados arrieros, aventureros recios, pochtecas modernos.
Esta señora jamás tuvo hijos y no se le conoció marido, ni familiares, solo aquel callado personaje con el que llegó, aquel pequeño arriero de edad indefinida, el de los ojos amarillos, por tanto raros, atemorizantes, solo el le acompañaba, silencioso, sumiso, callado, como una sombra leve, como un agazapado felino, siempre protector, siempre presente, siempre peligroso, casi, casi como una pequeña culebra coralillo.
Así se pasaron los años en aquel paraje embutido en aquella feroz selva tropical, llena de fauna vocinglera, peligrosa y abundante, casi, casi el  paraíso, pues desde insectos, aves, reptiles, felinos y cuadrúpedos varios, se adornaban con faustos colores, los que les conferían sus características principales, integrándose a su hábitat por completo, siendo ellos los que regían en esos tiempos, los humanos debían adaptarse y respetar los ritmos naturales de la selva.
         El tiempo se escurrió raudo como el agua del arroyo cuando llovía en la sierra, así pasaron los años y los arrieros y los viajantes decían
-¡Vamos a pasar en ca´ Doña María Andrea!
-¡Ahí paramos hoy!
Pues la mujer que vivía ahí en la orilla del arroyo y que puso su mesón  para que los caminantes descansaran, así se llamaba, María Andrea, sin apellidos.
Con los años, esta mujer desapareció, borrada del mundo por el viento natural del destino, la pequeña congregación se había extendido sobre el minúsculo valle, existían nuevos mesones donde los viajantes continuaban pernoctando, más ya por costumbre decían:
-¡Hoy nos llegamos a María Andrea!
Así fue implantado el nombre del que es ahora un hermoso pueblo, que ha crecido, pero no tanto y conserva con orgulloso el de llevar por nombre el de una mujer que brindó su atención y hospitalidad a los caminantes y viajeros, costumbre que  se conserva en la amistosa cordialidad de los habitantes actuales.
Así es la historia.




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