DE ARRIEROS.
La noche era brumosa por la reciente lluvia pasada
que nos había alargado el camino, por lo que tuvimos que detenernos en aquel
paraje desierto, rodeados de árboles sombrosos que aumentaban con sus follajes
la oscura penumbra.
Don Valdemar con tranquilidad nos indicó.- ¡Ya no
más! Hasta quí por hoy. Mientras Rogelio su ayudante y yo, nos detuvimos en la
oscuridad húmeda, montando ambos nuestras bestias (Rogelio un Macho andarín de
breves pesuñas y yo un potrillo rabialzado color flor de caña) que dejaron de chacualear sobre la lodosa brecha que ya no
alcanzábamos a distinguir por el avance de la mancha nocturna.
Rogelio “El Secre” jalaba una recua de cinco mulas, cargadas con
variedad de productos para la tienda “La Comercial”. Bien surtida expendeduría
que Don Abelardo, el hermano mayor de Don Valde, administraba allá en
Mecapalapa, comunidad serrana ubicada en una cuña del estado de Puebla que se
encajaba como agudo raigón en el estado de Veracruz, que envolvía amorosamente esta
región feraz de selva tropical.
Toda esta zona habitada por descendientes de gentes nativas de la raza
Totonaca, agricultores la mayoría que conservaban sus genuinas tradiciones en
sus costumbres y vestimentas.
Los tres, Don Valdemar, “El Secre” y yo,
viajábamos desde el Puerto de Tuxpan como arrieros, transportando mercadería,
entre las que distinguían los llamados ultramarinos (De más allá del mar) y que
no eran más que productos enlatados; Chorizos de Pamplona, Aceites de Oliva,
Sardinas, Salmones, Atunes, Jerez y Brandy, Quesos de bola y otras cosas más,
pero también llevábamos
telas, pescado y camarones secos, jarcias, balas y cartuchos, pólvora, tabaco
en rama, reatas y cables Manila, Sombreros, cacao y unas latas de petróleo, en fin , infinidad de cosas que se venderían en
esa tienda ya mentada. “La Comercial”. Mercancías que compraban los
parroquianos
pobladores de las congregaciones cercanas a Mecapalapa, entre las que
destacaban Pantepec, Caihuápan, El Carrizal, Zanatepec, El Terrero, Ixhuatlán, Metlatoyuca. Y otras más que se me escapan de la
memoria.
Aquella vez les acompañaba como aprendiz, a
sugerencia de mi padre, Don Aurelio Tríana, vecino de la Hacienda de Huitzilac, donde Don
Valde pernoctaba de cuando en
vez cuando llegaba a pasar por ahí, por lo que había echo amistad con mi papá.
Por esos años, (1930-36) aproximadamente, tendría
yo como 14 años y era un espigado mozalbete larguirucho y “Jaquetón”, bueno pa` la jaripeada y los trabajos del corral pues me había
creado entre la vaquereada, realizando desde muy pequeño este tipo de actividades
en las que me embutí como cuchillo en su funda, o como cabo en el hacha, según
se vea, o sea que al mero pelo.
Aquella vez Don Valde planeó hacer en una jornada el recorrido desde
Tuxpan a Mecapalapa, conduciendo un convoy de 15 mulas, saliendo muy de
mañanita con ánimos de llegar al mentado pueblo ya pardeando la tarde, pero hay
veces el destino nos hace torcer los caminos muy a su albedrío, eso me sirvió
para vivir una de las experiencias más inolvidables de las que me he topado en
esta mi ya larga vida.
Resulta que el viajar arriando la mulada por esos
primarios caminos que unían a las comunidades, era algo realmente fantástico y
de atractivo inmenso para mis ojos mirones que absorbían todo con un ansia
infatigable, pues la veredas se internaban con afecto por entre carrizales
inmensos, matillas enormes de Otates, Guasimas y Huisaches, entre los que se escurrían arroyuelos saltones y cantarines de frescas
aguas azulosas, los que entre peñascos verdes por los musgos se deslizaban
sobre la hojarasca y los detritus de infinidad de follajes secos, los que
producían aromas que flotaban en las bajo sombras del monte, en el que se
distinguían gigantescos Higueros que se adherían por lo regular a ciclópeos Zapotes envolviéndolos con
afecto con sus nudosas ramas como si fuesen brazos anhelantes, confundiéndose
sus follajes en un revoltijo fantástico de verdes sublimes, diversos y frondosos.
Entre este basto muestrario de frondas sobresalían por su sus ramaje tan
distintivo infinidad de árboles de Hule, los que por lo regular mostraba en sus
troncos las marcas de los machetazos que algún montuno cosechador de caucho les
había producido. Quebraches, Chijoles, Chácas, Encinos, Tesmoles, Bienvenidos, Jobos, Cedros,
Caobos y Zapotes, que también mostraba en sus troncos las marcas de los
cosechadores de chicle, todos ellos formaban ese abigarrado panorama normal del
monte virgen por el que transitábamos arreando nuestras mulas.
Los sonidos normales de la montaña nos acompañaban
desde el amanecer, cientos de Loros, Cotorras y Pericos, parloteaban volando
sobre las copudas arboledas, los Papanes alborotaban cuando avanzábamos por las
bajo sombras donde alcanzábamos a distinguir hay veces el paso fugaz de algún
animal silvestre, una zorra, un venado temazate, una ardilla, el vuelo de una paloma de anda pié,
aunque sabíamos que existían animales de más talla esta vez no miré más que
alguno de estos que he nombrado.
Los primeros kilómetros los avanzamos a buen
ritmo, encontrándonos de cuando en cuando algún arriero haciendo el viaje al
contrario del nuestro, con el que conversábamos momentáneamente
intercambiando datos de cómo íbamos dejando el camino, noticias que ayudaban a
transitar con más tranquilidad.
Como a las 12 del día, paramos a comer y descansar
a la orilla de un riachuelo y bajo la sombra en una gran matilla de verdes
otates, descargamos todos los bártulos de nuestros animales, para que se
repusieran algo, bebieran agua a sus anchas, y ramonearan algo de pasto, grama
o hierba, mientras nosotros preparamos una pequeña hoguera donde calentamos
nuestro bastimento, que esa vez consistió en unas rojas enchiladas preparadas
con salsa de Pipiancillo y unos buenos trozos de cecina de vaca gorda, que
chirriaba al estar asándose sobre las brasas. De la transparente y cristalina
corriente del arroyito tomamos agua y nos lavamos las manos y el rostro para
refrescarnos, estabamos a media comida cuando sentimos en nuestros rostros y en
todo nuestro cuerpo el cambio de clima, los caballos y las mulas inquietos
pararon las orejas piafando nerviosos. Don Valde nos apuró diciéndonos.
— A cargar rápido, pues se nos viene un aguacero
encima y esos hará que crezca el arroyo de “Sal si puedes”. Tenemos que cruzarlo
si queremos llegar como lo planeamos.
Nos apuramos a cargas las bestias y a ensillar a
nuestras monturas, cuando se soltó un chaparrón primero que no nos dio tiempo
de ponernos las mangas, ni los forros a nuestros sombreros, entre la lluvia y
masticando algún trozo de carne, acabamos las tareas y ya enmangados montamos,
arreando a la recua hacia el camino entre gritos y silbidos para animarles a
agarrar el ritmo del paso normal, lo que nos llevó a continuar nuestro viaje
bajo los ramalazos del agua que salpicaba todo el monte e inundaba el camino
tornándolo brillante y vaporoso.
Así marchamos por un buen rato bajo el incomodo
golpeteo de las gotas de agua, cuando comenzó a relampaguear, y Don Valde nos
dijo.
— Ya va a parar de llover.
Y así fue, como a la media hora el aguacero se
convirtió en llovizna, después la brisa se llevó a las nubes quedando solo el encharcadero en toda la brecha y los follajes goteando
como diminutas cáscaras de brillante agua plateada, “Lagrimas del monte” me
dije para mis adentros.
Cuando llegamos al arroyo de “Sal si Puedes” que
era una corriente de bajo nivel encajonada entre los taludes de tierra negra y
porosa, nos apuramos a cruzarla pues ya se notaba algo crecida, acabábamos de
hacerlo entre apuraciones, silbidos y gritos para animar a nuestra recua, cuando
se vino la creciente en pleno, con una riada ruidosa llena de hojarascas y
ramas, produciendo un rumor extraño y atemorizante entre espumarajos de lodo y
hojas.
Cuando cruzamos el arroyo a de ver tenido como
unos cincuenta u ochenta centímetros de profundidad aproximadamente más o
menos, pero ahora su cauce aumentó a casi tres metros de altura, además de que
la corriente arrastraba rocas, troncos y todo lo que hallaba a su paso,
ocasionando con su avenida una destrucción de las orillas del torrente
profundizando más la cuenca.
No esperamos más y continuamos nuestra marcha,
respirando tranquilos porque no nos agarró la creciente cuando íbamos cruzando
el arroyo, yo ya había escuchado historias donde las grandes chorreras se
llevaban recuas completas y arrieros, que desaparecían pues jamás los
encontraban, creo yo despedazados por tan titánicas fuerzas
que la naturaleza desataba de cuando en vez. Seguimos entre el lodachal,
pues la brecha se había convertido en un eterno aguadije donde nuestros
animales tenían que caminar con más cuidado, pues resbalaban y sus patas se
sumergían entre el gramal produciendo un chacualéro monótono y desesperante.
Nuestro transitar se volvió lento y trabajoso, de
cuando en vez alguna mula se quedaba pegada al lodo y no quería avanzar,
obstinada y empeñosa se dejaba azotar sin moverse del lugar, entorpeciendo toda
la marcha de la recua, hasta que la jalábamos con nuestros caballos, y así
entre jalones, retardos, gritos y sombrerazos, el viaje se convirtió en un
éxodo lento y sufriente como en un gólgota resbaloso que nos conducía a su
libre arbitrio, sin control ya que era muy continuo el atascamiento de las
mulas .
El húmedo ambiente se tornó gris y frío, mientras
intentábamos avanzar entre voces, chiflidos y mentadas que es lo que distingue
a un buen arriero, ya que con ello estimulábamos a los animales por entre el aguachalozo sendero, donde la mulada se rehuía hay
veces a avanzar incomoda por las adherencias del grueso y pegajoso barro.
Pero no había de otra más que intentar seguir la
lodosa trocha, pues todavía teníamos la idea de completar la jornada como lo teníamos planeado, el tiempo
se nos vino rapidamente encima como un gris jorongo hasta que don Valdemar
dijo.
—¡Ya no más! ¡Hasta aquí!
Agotados, enlodados hasta las orejas, salpicados y
totalmente mojados, casi a oscuras, juntamos los animales en un pequeño promontorio
cercano al camino para acampar, con nuestros machetes, chapoleamos un área de
varios metros cuadrados y comenzamos a descargar a las mulas una por una,
poniendo la carga sobre follajes recién cortados si pensábamos que podría
soportar la humedad, y a las mercancías que pudieran echarse a perder por esto,
las acomodamos sobre las lonas de los sudaderos, jáquimas, y aparejos,
tapándolas con las lonas enceradas que llevábamos ex profeso.
Fue un trabajo
rápido y extenuante pues la oscuridad se precipito sobre nosotros como un telón
de un teatro ruinoso y abandonado, dejándonos casi sin poder ver ahí entre el
humedal y la floresta que chorreaba agua, como lagrimones de helada melcocha.
Amarramos a
tientas a las mulas en parejas, atándolas de las patas delanteras para que
pudiesen buscar algo que comer y no se apartaran de donde pensábamos pernoctar,
y a nuestras bestias de montar las apersogamos debajo de unos achaparrados
Ojites, pues por experiencia sabíamos que el follaje de estos árboles era
excelente pastura para los Equinos.
Ya en plena
oscuridad buscamos la parte más alta del montículo aquel donde habíamos
descargado nuestras mercancías, y sin dejar de comentar nuestras anteriores
peripecias, comenzamos a intentar hacer campamento, utilizando los aperos de
nuestras monturas para preparar los lechos. Caronas, sobre caronas y sudaderos
fueron los “Colchones” las sillas de montar con los arciones y estribos doblados
la “Cabecera” y la manga de hule nuestra “Cobija”, sobre la hierba nos
acurrucamos sin poder encender una fogata pues todo estaba muy mojado y húmedo,
de los follajes caían infinidad de gotas
de agua que escurrían salpicando todo y buscando el humus para integrase a la
naturaleza que les absorbía con una ansiedad de sediento desquiciado, y a lo
lejos retumbaba el aguacero retirándose como buscando entre relámpagos
consecutivos la mejor vereda para llegar
a un incierto destino, ¿El mar? me pregunté.
De repente.
— ¡ Árreee
Mula cabrona! ¡Parate jija de la chingada! ¡Jup jup jup! ¡Árreee guebona! ¡Jea
jea jea! ¡Jump jump jump! ¡Arriba! Escuchamos resaltar lejanas estas
expresiones que se llegaron a nosotros entre las corrientes del aire liviano
que nos salpicaba con unas briznas de agua fría.
Don Valde nos
dijo.
—Pobre amigo,
a de tener atascadas varias mulas y ha de ir solito, pues no se escucha más que
su voz. Y si no las logra sacar probablemente se le ahogue alguna. ¡Pobre
cuate!
Aquellos
gritos siguieron por un buen rato derramándose sobre el monte como bruma pesada
que tratase de cubrir y guardar esto como un secreto, mientras nosotros
comenzamos a dormitar, ya tranquilos platicando en tono bajo para pasar el rato
esperando que el cansancio nos trajera un sueño reparador.
Don Valde nos
platico alguna de sus andanzas por los pueblos de la sierra, recuerdo aquí una
de sus anécdotas de cuando era joven. Nos conversó sobre uno de sus primeros
viajes como ayudante de arriero de Xicotepec de Juárez a Ixhuatlán de Madero, en
compañía de varios cazadores y viajantes entre los que iba un viejano fregón y
delicado, de muy largos bigotes, al que todos los viajeros les había caído mal
por sus simplezas en tocante a las incomodidades del viaje. Como tuvieron que
pernoctar una noche, uno le los arrieros más jóvenes, muy bromista y travieso,
en la noche y sin que nadie se diera cuenta, untó una delgada vara con su
propio excremento y delicada pero silenciosamente se acercó al viejo bigotón a
donde se hallaba bien dormido y le embarró despacito algo de sus heces sobre
los pelos de su gran bigotazo, al otro día en el transcurso del viaje, el tal
tipo se fue queje y queje que todo le olía a mierda. Y el travieso arriero
contó su diablura hasta haber terminado el viaje. Mientras se reía para sus
adentros al ver al chocante personaje arriscándose los bigotes sin entender de
donde le llegaba tan fétido olor.
“El Secre”
sinónimo de secretario, con el que conocíamos a Rogelio, nos platico alguna de
sus canalladas, ya que era muy simpaticón, trabajador y ladino, algo chútaro en
sus facciones y costumbres, con esto me refiero que le sobresalía su raza,
mestiza muy rebajada, entre marrullero, astuto, perspicaz y malicioso, con una
especial predilección para realizar acciones diferentes a lo común, como
después supe, pero esto será tema de otra historia. Recuerdo que nos platicó
como vio aparecerse un perro negro y enorme una noche en que visitaba una de
sus mujeres, allá por la comunidad de Agua fría, perro al que le disparó varias
veces sin lograr herirlo y que desde entonces siempre que andaba solo por
alguna calle oscura, le llegaba a ver con sus ojos brillantes como brasas que
le seguía de lejos entre las veredas pólvosas y entre los chaparrales,
escondido pero siempre presente, como sombra del mal. Bueno esto nos contó esa
noche. Y yo les hice reír al contarles mis inocentadas sobre mis primeras lídes
de amor.
Cosas donde no
tenía nada de experiencia, bueno en esas épocas no la tenia en nada, pero se
trataba de conversar y cosechar el sueño a como diera lugar. El tiempo se fue
escurriendo como agua tibia por el desagüe de un temascal. Entre los sonidos
misteriosos del monte, pues el arriero de las mulas atascada tenía rato que se
había callado, de cuando en vez aunque lejanos escuchamos los Coyotes, a los
Tecolotes y los Tapacaminos, sonidos tan comunes para el avezado, como el de
tronar de varas secas muy cerca de nosotros.
—Alguna Tuza
real, un Armadillo, o un Mazacuate, nos dijo don Valde.
De repente
percibimos también muy lejos un inquietante bramido, bufido o mugido ronco,
atemorizante y repetitivo, un. – ¡UMMMMJ- Ummmmj- Ummmj-ummmmj! Grueso y sordo,
ronco y grave, como si rasparan dos enromes troncos huecos. Sonido que venía
como entre las ondas de la tierra pues lo escuchaba perfectamente en mi oído
sobre el que estaba acostado. Y allá aún más lejos, como que le contestaba
otro. ¡UMMMMJ- Ummmmj-ummmmj-ummmmjjj! Gruñido que escuchamos como de cuatro
lados distintos, algunos más cerca de nosotros que otros.
La voz de “El
Secre” sonó en la oscuridad con algo de preocupación, como si la dijera desde
muy lejos y en tono bajo, como siseándola, preguntándole a Don Valdemar.
-¿Oiga patrón
y ese sonido que lo produce? se oye como un tambor viejo y lejano, como un
zumbido bronco y desapacible. ¿Qué es?
Don Valde al
que alcance a ver por el brillo de la brasa de su cigarro que debajo del ala de
su sombrero brillaba, mientras jalaba el humo de la prieta mixtura aromática,
sombrero que tenía echado sobre el rostro para protegerse de la leve brisa, discretamente
contestó desde la penumbra.
— Es el mugido
de los Toros cimarrones, hay uno que otro amatillados por estos rumbos. ¡No te
preocupes Secre! Duerme tranquilo.
Mientras se
acomoda el “Siete equis”sobre la cara y se arrebujaba con la manga de hule al
acomodarse, le noté cerca de su rostro el pavonado brillo de su pistola calibre
38 que invariablemente portaba en una fornitura de cuero piteado, en la que
embonaban cuatro cargadores extras y que usaba ceñida en la cintura como una
parte infaltable de su diaria indumentaria.
Yo adormilado,
apreciaba todo esto, gozando y aprendiendo tan nuevas experiencias que
formarían este carácter tan ligerito y explayado que ahora tengo.
Muy de
madrugadita nos levantamos e intentamos hacer una hoguera que prendió a las
quinientas entre sopladas y resopladas, entre humaredas y fumaradas logramos
calentar agua en un pocillo para hacernos un cafecito y recalentar las
enchiladas y las caronas(Tortillas con las que cubrían las enchiladas en el
paquete en el que viajaban, quedando embarradas de salsa, frijoles y grasa)
sobrantes de la comida del día anterior, dándonos un buen banquetazo que nos
supo a la gloria después de que en la noche no habíamos probado ningún
alimento.
Iniciamos el
viaje entre chiflidos y gritos, que animaron el ambiente y que espanto a las
aves del contorno que levantaron el vuelo entre alharacas y silbidos, las mulas
descansadas reemprendieron el paso animadas y estimuladas por el hermoso
amanecer, brillante embrujo de jaspeadas luminiscencias que se desmadejaban
entre esponjosas nubes blancas y retazos de cielo azul intenso, el monte olía a
húmedo llegándonos ondas de aromas excitantes y para mi algunos perturbadores,
pues les notaba algo sexuales y lascivos, tal vez por sentirme descansado, vivo
y lozano, joven y ganoso, con el corazón al flor de piel, aprendiendo cosas muy
de mi gusto, entre hombres (Para mi, muy hombres) de experiencia y de bastos
conocimientos en estos argüendes de la arrierada.
Llegamos a
nuestro destino, Mecapalapa, como a las once del día bajo los rayos de sol que
resecaban la brecha dejando un tlajalero que simulaba la piel descascarada de
una inmensa y gigantesca criatura muerta hacía miles de años, los perros en una
cacofonía de ladridos nos acompañaron un buen trecho entre las empedradas
calles antes de llegar al gran portón de la casa grande, donde bajo de un
enorme Tamarindo descargamos nuestra mulada, la que atendimos bien, revisándole
los lomos por si alguna se había herido o lastimado, las peinamos con unos
enormes cepillos de raíz, cosa que les agradaba mucho, y una a una las
amarramos junto a una larga canoa donde les pusimos una revoltura de alimento
que consistía, en paja, cebada y maíz, que era el premió por haberse portado a
la altura en este viaje. A nuestras monturas les hicimos lo mismo y acomodamos
todos los aperos en la bodega que para eso tenían junto del gran Tamarindo,
después de todos estos quehaceres, Don Valde se dirigió a hacer cálculos con su
hermano Don Abelardo y a entregar las cuentas, mientras nosotros pasamos a la
parte de enfrente o sea a la tienda en si, a tomarnos un refresco, producto
local ya que ahí mismo los envasaban, a los que les decíamos limonadas.
A la hora de
la comida, cuando le agradecí a Don Valdemar sus enseñanzas y le pregunté
cuando realizaríamos el viaje de regreso, me platico muy bajito.
—Tríana,
recuerdas el bufido de anoche, el que le dije al Secre que eran toros
Cimarrones. Pues no, no eran toros Cimarrones. Eran Tigres. No los quise preocupar,
pero me estuve bien pendiente toda la noche, esperando que los animales se
espantaran, cosa que no pasó afortunadamente. Y por lo otro, mañana viajamos
rumbo al Castillo de Teallo y te pasaré a dejar a Huitzilac, con tu papa. ¿De
acuerdo?
Yo absorbí el
informe y lo asimilé como una más de las tantas cosas que fui aprendiendo por
esos días y por esos rumbos de la sierra hermosa de los estados de Puebla y
Veracruz.
Xalapa, Ver. 31 de Marzo del
2006.
S.a.C.f. Don Art.