DISTRITO FEDERAL
Era el año de 1970 cuando conocí de
pasada al mítico y enorme Distrito Federal,
aunque a la edad de
seis años, (Nací en 1948) mi padre nos llevó anteriormente a conocerlo, en
compañía de mi madre y mis seis hermanos mayores, de esa ves solo recuerdo los
desayunos en el Café Blanquita, y el cuarto del Hotel, cuyas ventanas daban al
área de calderas del edificio, EL Zoológico y el palacio de Bellas Artes, muy
poco se que quedó en la memoria de aquel viaje realizado en 1954.
Pero esta vez venía del Sotavento,
en un camión de la línea A.U. (Autobuses Unidos) que había salido de
Cosamaloapan Ver. Pasando por Tierra Blanca, La Tinaja y Córdova, y entrábamos
ya de noche por la amplia avenida Ignacio Zaragoza. Yo venía con rumbo de Toluca, lugar donde por medio de
un conocido, trabajaría, siendo esta mi primer experiencia como trabajador
asalariado. Yo no conocía ni Toluca ni el Distrito federal, más con audacia de
la juventud me lanzaba a esta aventura. Había salido con la ilusión de comenzar
a hacer dinero, con el solo hecho de una recomendación verbal salida bajo el
amparo de una conversación ligera, tenida con un señor que conocí casualmente
en un bar, cantina llamada, “El Pampanito” lugar al que yo le proporcionaba
atención personalizada, puesto que vendía del negocio de mi hermano Marco
Aurelio, la pomposamente llamada “Central licorera del Papaloapan” vinos y licores para despachar al copeo.
Esa ves recargado en la barra del
bar y platicando con su propietario, un señor flaco y güero muy simpático y
platicador, al que le relataba mis ganas de correr por el mundo y conocer otros
lugares. A un lado mío, otro señor tomaba tranquilamente sus copas, escuchando
atentamente la plática, entre yo y el propietario del pampanito. Esta persona
era morena, de pelo negro y ensortijado, dentadura blanca y ropas del mismo
color, que sin pensarlo dos veces se introdujo de sopetón en nuestra
conversación, proponiéndome sin más, que el podría recomendarme a un trabajo,
que hacía poco se había comunicado por teléfono con uno de sus hijos que
trabajaba en la capital del Estado de México, Toluca, y le había solicitado le
recomendara gente de confianza para trabajar con el allá.
Yo, luego me aceleré que le dije.
- Pues si es así, no sea malo,
recomiéndeme con el, puyes ya no me
aguanto las ganas de irme de aquí, quiero buscar mi fortuna por otras
latitudes.
El señor aquel, sonriendo por mi
arrebato me dijo en su muy personal estilo de
hablar.
-
¡Pero o`jlleme cabro`nj! ¡E´jta seguro que quiere trabajá! ¡Porque cuñáo, en
Toluca dice mi hijo que hace un frío de la Rechingá!
-No
mi amigo. – Le contesté. – Usted recomiéndeme y le quedaré agradecido por sus
atenciones.
Esto
decía mientras le indicaba al Güero, le sirviera otra copa al personaje en
cuestión.
-
¡Bueno cuñáo! ¡Haber piche pámpano, pre` jtame tu bejuco (telefono) y marca e`
jte numero de Toluca!
Y
así, sin pensarlo dos veces me lancé a la aventura ese mismo día, llegué a la
casa y sorprendiendo a mi hermano Marcos, le puse al corriente de mi decisión,
mientras empacaba en dos cajas de cartón mis pocas pertenencias, me enjaretaba
mi sombrero y jalando mi único suéter le decía.
-
Me voy compadre. Me voy a Toluca, ya tengo trabajo, nos vemos.
-
Pero ¡Óyeme cabrón! Pues que tanta pínche prisa.
-
Es que me están esperando desde ayer.
Y
me fui, y ahora iba entrando ya de noche por la enorme avenida llenándome los
ojos con la infinidad de luces y brillos de reflejos, diciéndome interiormente.
-¡Que
ciudad tan enorme!
Pues
avanzábamos y avanzábamos en el Autobús
y solo veía pasar y pasar casas y autos, puentes peatonales y calles y
nunca llegábamos a la terminal. La ciudad para mis ojos era gigantesca y
hermosa, un nacimiento de Navidad enorme y enredado, un amontonamiento de joyas
resplandecientes y un laberinto formidable de sonidos y luces que mareaban.
Con
el rostro casi pegado al cristal de la ventanilla del Autobús la que se
empañaba por el vapor de mi respiración, observaba con atención todo el
caleidoscópico paisaje, absorbiendo con algo de temor todas estas nuevas
sensaciones de grandeza y poderosa magnitud, pues no me cabía en la mente tal
enormidad.
Por
fin llegamos a la terminal, que por esos años se localizaba en la calle Fráy
Servando Teresa de Mier, pues toda vía no se construían las funcionales centrales
de Autobuses. Tomando mis cajitas de cartón, me ajusté el sombrero sobre mi ya
incipiente calva cabeza, y me guindé el Suéter sobre uno de mis brazos, y entre
el montón de pasajeros me dispuse a poner por segunda ves en mi vida los pies
sobre el piso de la capital del país, sobre la que para mi era la mística y
legendaria ciudad de los palacios, la que había sido capital del imperio
azteca.
Al
bajar del Vehículo, me encontré azorado y sorprendido por la abigarrada
multitud de luces y gentes, ruidos y conversaciones. Algo mareado, aturdido y
atolondrado, me dirigí rumbo a la
salida.
Imaginen
mi facha y presencia. Un joven espigado de botines y sombrero, con una caja de
cartón en cada mano como porta equipaje, y colgado al hay se va su suéter azul
marino sobre sus hombros. Ya en la salida, entre el amontonamiento de gentes
que pasaban por la ancha banqueta un vivo taxista me dice.
-¡Coche
patrón! A donde usted diga.
Como
traía suficiente dinero, no se me hizo difícil decirle inocentemente.
-Voy
para Toluca. ¿Me lleva a la terminal?
-
¡Como no Jefecito! Par eso estoy. ¡Súbase Usted!
Y
con una sonrisa zorruna, ante mi aturdimiento y azoro, abrió la portezuela del
coche indicándome que subiera.
Mis
ojos no alcanzaban a llenarse del tráfico y las luces de la transitada calle.
El taxista, sonriente se dirigió sobre
la avenida y el la primer calle torció a su derecha, avanzamos varias cuadras
volvió a girar su auto a la derecha y avanzó las mismas cuadras saliendo a la misma
calle, dejándome frente de una terminal de autobuses, todo esto hasta después
lo comprendí, mientras, me bajé del taxi pagando la dejada ($8.00) y me dirigí
presuroso a sacar mi boleto rumbo a Toluca. Al tratar de pagar en la ventanilla
mi pasaje, la boletera me informó.
-
Aquí no vendemos pasajes para Toluca, nuestros camiones viajan rumbo al estado
de Morelos, Cuernavaca, Oaxtepec, y Anexas.
En
ese momento me di cuenta de la tranza del
mañoso pero industrioso taxista,
que me dio una vergüenza de los mil diablos, al entender que el habilidoso
chofer me había llevado solo a dar una gran vuelta y me devolvió a la misma calle Fráy Servando, y que a unos
metros de donde me hallaba estaba la
terminal donde abordé su taxi, y un poco
más delante sobre la misma calle podía tomar el ómnibus que me conduciría a
Toluca. ¿Qué cosas, no?
Con
mis cajitas en la mano y mentándole
silenciosamente la madre al zorro chofer, me dirigí a la terminal de los
Flecha Roja, que re a la línea de autobuses
que a cada media hora tenia corrida rumbo a la capital del estado de
México.
Serían
como las once de la noche cuando salí del D.F. pensando que Toluca estaba lejos
y que llegaría de madrugada, sin saber que esta ciudad solo estaba a un paso.
Apenítas
estaba saliendo de la gran ciudad, cuando ya estaba llegando a la Capital de
los choriceros, la helada Toluca. Me bajé del camión hacia un frío de los
demonios, mi suetercito apenas me protegía de las gélidas ráfagas de aire que
remolineaban entre las oscuras calles neblinosas del centro de la brumosa
ciudad, la terminal por aquellos tiempos estaba situada en el centro, cerca de
la catedral y del mercado, ahora en el área donde existió este mercado, se
encuentra un bello invernadero adornado con gigantescos vitrales.
Pero
por esos tiempos era solo un enorme foco de infección, pues en las calles
aledañas a la terminal y que rodeaban el mercado, vías infectadas por ratas y
cucarachas, abundaban cantinuchas y hotelillos de mala muerte, por esos lugares
me anduve rondando casi cuatro horas, haciendo tiempo para llegarme a la calle
Hidalgo, donde según yo, me esperaban para trabajar. Entre los susurros de las
prostitutas, miradas de los policías, insultos de los borrachines y las
sombras, me entretuve observando toda esta extraña fauna desconocida para mi,
fauna de los arrabales de la ciudad.
Al
amanecer, me dirigí tembloroso de frío por toda la calle Hidalgo, que es una de las más centrales de
la localidad, hasta el domicilio donde
me esperaba un tal señor Trujillo.
Serían
como las seis de la mañana cuando toqué
el timbre de aquella gran residencia, en donde residí por casi ocho meses,
entre deslumbres y tristezas, entre amistades y afectos, entre aventuras y bohemias, pero esto será
tema de otra historia.
Xalapas,
Ver. 30 de Noviembre del 1996.
S.a.C.f.