A MARIA ANDREA
Doña Ma. Andrea.
ería
en los años entre 1850 ó 1880 aproximadamente cuando, según crónicas verbales
que vinieron deslizándose entre generación y generación. Llegó del rumbo del
estado de Veracruz probablemente de Santiago de la Peña, cerca de Tuxpan, por
el Camino Real que comunicaba en aquel entonces este puerto con la Vía del
Ferrocarril que venía de la capital de México con rumbo a Tampico y que llegaba
nada mas hasta la estación de Beristaín; esta importante vía quedó inconclusa
también del rumbo de Tampico al Distrito Federal, llegando hasta la
congregación de Magozal.
Bueno
pues el camino real pasaba siguiendo en esta parte la margen izquierda del río
San Marcos, el que daba en esos tiempos nombre a una inmensa hacienda, la que fue
una de las primeras criadoras de reses en la República, claro, después de la
hacienda de San Mateo, allá en el Estado de México.
El Camino Real estaba cercado por inmensos Caobos, Cedros,
Higueros, y flora exuberante y de follajes diversos que cubrían con un manto
extenso y denso todo lo que se podía mirar y precisamente en esta parte pasaba
exactamente por los límites de los Estados de Puebla y Veracruz,
distinguiéndose porque desembocaban hacia el río y casi perpendicularmente dos
arroyos, uno el mas pequeño, corría del estado de Veracruz hacia el San Marcos
y el otro algo mas caudaloso salía del estado de Puebla desembocando en el río.
Ahí existía ya un pequeño asentamiento humano en un pequeño
vallecito que estaba en el ángulo formado por el río y el arroyo del estado de
Puebla.
Bueno por ahí llego
cierta vez a radicar por gusto, una mujer que traía por compañía a un arriero
chaparrito de ojos amarillos e inexpresivos, el cual jalaba tres mulas grandotas,
tipo norteñas, en las que cargaba los utensilios de aquella mujer a la que
acompañaba por esos riesgosos caminos encantados.
La mujer, hembra, robusta y fuerte, de estatura no tan baja
y de pelo rizado y negro, largo y abundante que se amarraba en un grueso chongo
y que se protegía del sol y la lluvia con un sombrero de alas gachas y anchas.
Ella
mostraba en su presencia una enérgica decisión, como si cada acto de su persona
tuviera un objetivo razonado de antemano, la mujer aquella aparentaba tener
unos 40 o 45 años, lo que por aquellos tiempos era una edad madura, puesto que
los niveles de supervivencia no rebasaban los 50 años.
La activa y robusta mujer, habló con los habitantes del pequeñísimo
asentamiento humano, quienes se dedicaban principalmente a la caza y a la
pesca, abundantes ambas cosas por
aquellas fechas y les pidió le ayudaran a construir su vivienda, casi en la
orilla del arroyo sobre un montículo cercano que después se descubrió que era
un “Cube”, base de piedras en donde existió una casa de los antiguos habitantes
del vallecito, como confirmó con el tiempo al descubrir vestigios que indicaban
que había existido ahí otro conglomerado
de viviendas, las que probablemente hayan sido una colonia de las cercana
ciudad Totonaca de Tuzamapán, en el vecino estado de Veracruz.
Los nobles habitantes, entre los que destacaban algunos
apellidos como Rivera, Gaona, Torres, Rojas, Huerta, Reyes, de sonoridades
peninsulares así como nombres propios peculiares como el de Aburio, Lucana,
Aniceto, Leocadio, Agrícola, Longíno, Procuela, Pasiano, Sostenes, Procopio,
Reveliano, Pascal, Perpetua, Nemesio, Leocadia, Abundio, Jaimé, Anacleto,
Silvino, Casto y otros que a la recién llegada le parecían tan musicales.
Toda esta amena gente le proporcionó la mano de obra
necesaria, y pronto la mujer y el arriero pudieron contar con casa, a la que
después añadieron unos corrales en donde amacheraron sus bestias de carga y de
montar y con mucho entusiasmo y mas dedicación pronto se hicieron de una buena
parvada de gallinas, patos silvestres y algunos guajolotes, los que les
produjeron huevo y carne, además se conchabaron una pareja de marranos logrando
en poco tiempo contar con una pequeña piara que les proporcionó manteca,
chorizo y carne para el consumo.
La mujer mandó ampliar sus corrales y comenzó a dar
albergue a los arrieros y viajantes que por el Camino Real pasaban para ambos
rumbos, a los que se le hacia tarde en la ruta.
Con el paso del tiempo los viajeros y la arrierada,
comenzaron a tomar la vivienda de la mujer, como lugar de paraje, descanso y
reunión, fijando por necesidad a este lugar como punto terminal de una jornada.
En aquellos tiempos, un arriero con su ayudante movía por
el camino hasta una docena de mulas, contando las monturas en las que ellos se
transportaban, resultaba muy bonito y hasta espectacular cuando se llegaban a
encontrar tres o cuatro de estos convoyes de animales. Era verdaderamente una
romería el movimiento de descargar a las bestias por las tardes, el acomodar
los bultos, sacos pequeños, fardos y empaques, los olores de las variadas
mercancías, combinados con el aroma natural del sudor de los caballos, mulas y
machos, así como el movimiento inquieto de estos al percibir el fresco e
incitador aroma de las hojas de Ojite o el olor del sacáte guinea recién picado
que les servirían de pastura, los gritos y silbidos de algún ayudante, cuando
conducía a la manada de mulas a abrevar al cercano arroyo, las que producían un
ruido peculiar al azotar las piedras del cascajal con sus pesuñas herradas y
esta escandalera espantaba a las parvadas de Loros, Cotorras y Pericos que
sobre los copudos higueros se atarragaban de sus frutos maduros y volaban en
caótica algarabía que se extendía en la parda tarde selvática.
Mientras en la casa, la señora aquella les proporcionaba
alimentos a los hombres, en una larga mesa hecha con tablones rústicos de
cedro, mesa que estaba a un lado de la casa, bajo de un gran tejaban techado
con hojas de palma Real, las que lucían la pátina que les dejaba el humo del gran
fogón donde se cocían los alimentos.
De asientos y bancos esta gran mesa tenía unas costeras de
madera cortadas angostas y que estaban sostenidas por unas horquetas de guayabo
clavadas en la tierra. En ese ambiente se platicaban las peripecias del viaje,
se intercambiaban noticias, se advertía de peligros y emboscadas y se
confidenciaban infinidad de detalles entre los rudos hombres del camino,
viajeros infatigables, los sabios de la brecha y la vereda, los hombres
arriesgados que abrieron los primeros caminos y que las mas de las veces
exponiendo sus vidas emprendían los largos viajes llevando desde una carta de
amor, hasta una delicada y fina vajilla de la China y los llamados ultramarinos
que en este caso venían del puerto de Tuxpan, junto a los productos nacionales,
estos heroicos hombres, ahora ya míticos, los mentados arrieros, aventureros
recios, pochtecas modernos.
Esta señora jamás tuvo hijos y no se le conoció marido, ni
familiares, solo aquel callado personaje con el que llegó, aquel pequeño arriero
de edad indefinida, el de los ojos amarillos, por tanto raros, atemorizantes,
solo el le acompañaba, silencioso, sumiso, callado, como una sombra leve, como
un agazapado felino, siempre protector, siempre presente, siempre peligroso,
casi, casi como una pequeña culebra coralillo.
Así se pasaron los años en aquel paraje embutido en aquella
feroz selva tropical, llena de fauna vocinglera, peligrosa y abundante, casi,
casi el paraíso, pues desde insectos,
aves, reptiles, felinos y cuadrúpedos varios, se adornaban con faustos colores,
los que les conferían sus características principales, integrándose a su
hábitat por completo, siendo ellos los que regían en esos tiempos, los humanos
debían adaptarse y respetar los ritmos naturales de la selva.
El
tiempo se escurrió raudo como el agua del arroyo cuando llovía en la sierra,
así pasaron los años y los arrieros y los viajantes decían
-¡Vamos a pasar en ca´ Doña María Andrea!
-¡Ahí paramos hoy!
Pues la mujer que vivía ahí en la orilla del arroyo y que
puso su mesón para que los caminantes
descansaran, así se llamaba, María Andrea, sin apellidos.
Con los años, esta mujer desapareció, borrada del mundo por
el viento natural del destino, la pequeña congregación se había extendido sobre
el minúsculo valle, existían nuevos mesones donde los viajantes continuaban
pernoctando, más ya por costumbre decían:
-¡Hoy nos llegamos a María Andrea!
Así fue implantado el nombre del que es ahora un hermoso
pueblo, que ha crecido, pero no tanto y conserva con orgulloso el de llevar por
nombre el de una mujer que brindó su atención y hospitalidad a los caminantes y
viajeros, costumbre que se conserva en
la amistosa cordialidad de los habitantes actuales.
Así es la historia.